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¿Debería de haber límites al desplazamiento del docente universitario?

No hace falta decir que saltarme las lecciones de la administración de Yale fue la decisión correcta
Michael Rubin
viernes, 10 de octubre de 2014, 07:49 h (CET)
En 1996, siendo doctorando en Yale, obtuve una beca de viaje para recabar la labor documental de mi tesina en Irán. Todo iba con normalidad hasta que intervino un empleado de la administración del centro. Aunque no tenía idea de Irán, simplemente no podía concebir que un judío estadounidense fuera a desplazarse allí. Me convocó y llegó a la conclusión de que toda la cuestión debía ser considerada detenidamente por la administración y el departamento jurídico. A instancias de un amigo del claustro, abordé un aparato comercial antes de que pudieran ponerse de acuerdo y me fui hasta Irán.

La realidad resumida es que Irán es un lugar mucho más peligroso para los irano-americanos (que el régimen de Teherán insiste han de viajar con pasaporte iraní) que para la gente como yo, sin parentesco con el país. No todo dentro de la República Islámica salió como cabía desear, pero mi experiencia es que el personal iraní fue en general más atento que la Biblioteca Carter de Atlanta cuando estaba llevando a cabo la labor de documentación de mi reciente libro incide en las posturas de Carter hacia Corea del Norte. A la hora de hacer cuentas, la disertación acabo obteniendo la máxima calificación en Yale.


Durante los 15 años transcurridos desde que dictara mi disertación, la situación de los que esperan llevar a cabo investigaciones intelectuales en los avisperos del mundo se ha agravado, no solamente en el caso de Yale sino prácticamente en el de todos los centros universitarios. El problema no son los estudiantes, sino más bien la administración y los departamentos jurídicos. En la mayoría de las universidades, se ha producido una mitosis administrativa, dentro de la que proliferan y se dividen los decanatos, los decanatos auxiliares, las intendencias del preboste, los múltiples administradores, directores de departamento, coordinadores del claustro y diversos jefes de estudios. Cada una de las instancias ha de regular y solapar sus competencias para funcionar. En lugar de prosperar por el escalafón académico, por desgracia, demasiados profesores acaban postulándose a los puestos mucho más lucrativos de la vía administrativa. Añada al nocivo caldo a los picapleitos, y rebosará la disfunción. En lugar de formar a una generación de adultos, la interpretación que hacen los departamentos jurídicos de las universidades de la figura del in loco parentis a la hora de ejercer las responsabilidades del centro hacia el alumnado censura la responsabilidad y la independencia individuales.

Con demasiada frecuencia, la labor docente y el ejercicio alérgico al riesgo de la profesión legal son factores mutuamente excluyentes. Durante los últimos años he sido lo bastante afortunado para participar en la organización Alexander Hamilton Society que acerca a los campus universitarios a los analistas de la política exterior y la seguridad nacional y les organiza intervenciones para el alumnado y debates con el claustro. (Este semestre, por ejemplo, he visitado la Universidad Stetson, la Academia Washington y tengo previsto acudir mañana a Holy Cross y a la Northwestern la semana que viene). En muchos campus, estudiantes y claustro dicen que las administraciones y los departamentos jurídicos de los centros se niegan a financiar, y en ciertos casos hasta a permitir, las labores documentales en zonas a las que el Departamento de Estado desaconseja el desplazamiento.

He aquí el problema: Los avisos del Departamento de Estado no sólo son curiosamente genéricos — raramente concretan los municipios y las ciudades, y en su lugar meten todo en el mismo saco, el equivalente a confundir el Detroit urbanita con la Nebraska rural — pero, más a mi favor, son los núcleos problemáticos del mundo los más importantes de cara a la labor inquisitiva. Claro está que, no siendo sinceros del todo, diría que si pudiera volver a realizar mi labor doctoral, a lo mejor me tentaría estudiar los efectos de los turoperadores de bajo coste sobre las economías locales, pero metidos en harina preferiría que las universidades produjeran expertos en los campos iraquí, iraní, yemení, chino, coreano o venezolano como churros.

En algún momento, los centros universitarios van a tener que elegir lo que debería tener prioridad: la labor docente de peso o las políticas blindadas que aconsejan sus instancias internas, a través de las cuales quedaron a menudo marcadas las carreras de los asesores de la casa. A lo mejor, en algún momento, un estudiante o catedrático resulta herido en un país tercermundista o algo peor. Sería trágico. Y sus familias y amigos hasta podrían llevar al centro a los tribunales por permitir que sus seres queridos viajaran a países distantes y peligrosos. Pero hasta que las universidades se planteen y luchen por su libertad de cátedra, estarán abocadas a ser lugares informales en donde echar el café, en lugar de locomotoras intelectuales relevantes en los campos internacionales del mundo contemporáneo.

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