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La Gran Guerra a los 100

A las pocas horas de la intervención de Grey, Alemania declaraba la guerra a Francia
Redacción
jueves, 14 de agosto de 2014, 07:26 h (CET)
Por Marvin J. Folkertsma

El 3 de agosto de 1914, el Secretario británico de Exteriores Edward Grey realizó una intervención ante el Parlamento que "demostró ser uno de esos momentos críticos en función de los que la gente valora después las fechas", según Bárbara Tuchman en su obra magistral “Los cañones de agosto”. El grave Secretario parecía "pálido, agotado y al borde de sus fuerzas", mientras explicaba religiosamente "los intereses británicos, el honor británico y las obligaciones británicas", cosas todas que conspiraban para dar lugar al compromiso de defender Bélgica frente al militarismo de la potencia principal del continente: la Alemania Imperial.

La cuestión reclamaba algo más que la problemática neutralidad que situaba de forma inconveniente al pequeño país. A las pocas horas de la intervención de Grey, Alemania declaraba la guerra a Francia, con la expectativa de alcanzar la victoria "antes de que caigan las hojas de los árboles", en palabras del Kaiser Wilhelm II. La jornada finalizó con Grey destacando que "Las luces se apagan por toda Europa; no las veremos volver a encenderse en toda nuestra vida” — palabras que resultaron ser proféticas. El pesimista jefe del gabinete alemán Helmuth von Moltke conjuraba un panorama más distante cuando delante de un colega afirmó que su país se embarcaba en "la lucha que decidirá el rumbo de la historia durante los próximos cien años”.


Y así ha sido, aunque no de la manera que se habían figurado las mentes más distinguidas antes de las primeras hostilidades del conflicto, o al menos vagamente atisbado. De hecho, solamente un puñado de observadores pensaban que el conflicto fuera a durar más de tres o cuatro meses, una guerra que iba a poder planearse y ejecutarse. Y los futuros horrores que desataría la guerra se les escaparon totalmente.

Fíjese en la descripción que hace Tuchman de los primeros ataques alemanes a una fortaleza belga en las inmediaciones de Liege: “Gastando vidas como si fueran munición", los alemanes continuaban su asedio, de tal forma que "los caídos se iban apilando unos encima de otros, en una desagradable barricada de cadáveres y heridos", afirmaba un oficial belga. “¿Pero usted lo habría dicho? Esta verdadera barrera de muertos y moribundos permitió aproximarse más a esos fabulosos alemanes, y en la práctica cargar contra las defensas”. En realidad, la batalla de Liege representa la clase de determinación maníaca que la historia reserva a aquéllos cuya cordura o humanidad han sido conquistadas por la demencia del compromiso ideológico, en este caso por un plan militar cuyos rigores no podían en absoluto verse comprometidos por el mero gasto de "vidas igual que si fueran munición”.

Cosas todas que fueron adquiriendo tintes progresivamente peores más allá de las fantasías más macabras. La Batalla de Verdún, considerado el conflicto de agotamiento más largo de la historia, se cobró un millón de vidas por las dos partes, tras lo cual el frente apenas había cambiado. La Batalla de Somme, cuyo retrato cinematográfico traumatizó tanto las sensibilidades de la audiencia británica, también consumió un millón de vidas, británicas y alemanas. La Batalla de Passchendaele, que como la ofensiva de Somme iba a suponer un avance histórico, dio lugar a más de medio millón de muertos por los dos bandos, ganando apenas unos kilómetros de territorio sin más interés. De hecho, como señala el historiador Niall Ferguson en "La agonía de la guerra", la carnicería que se produjo entre agosto de 1914 y noviembre de 1918 fue testigo de 6.046 muertos diarios, en un entramado de trincheras que (según Paul Fussell) se extendían por 40.000 kilómetros de los dos bandos — suficiente para dar la vuelta al planeta. De todo esto, Ferguson concluye: "Más allá de los muertos, los mutilados y las viudas, la guerra se llevó por delante literal y metafóricamente los avances de un siglo de prosperidad económica”.

¿Y para qué? Verdún, Somme, Passchendaele, Ypres, Marne, Arras y cantidades ingentes de escenarios del conflicto más, castigados por las novedades más repugnantes de la guerra moderna — ametralladoras, lanzallamas, armas químicas, morteros anti-trinchera, artillería, aviación, submarinos — todo persigue a la memoria europea como un fantasma, como la destructiva obra de un delincuente juvenil que se entrega a la inmolación por objetivos olvidados hace mucho. De hecho, la Caja de Pandora de los males del siglo XX se abrió con esta incursión criminal, incluidas las victorias del Nazismo y el Bolchevismo y los horrores respectivos — un corto compendio de las consecuencias de la experimentación europea en la búsqueda de la mejor forma de exterminarse.

¿Dónde nos deja hoy? Las luces vuelven a estar encendidas, y Europa está en paz; pero es la paz de la senilidad. Las tóxicas pasiones del nacionalismo han sucumbido a la neutralidad moral del multiculturalismo y las tasas de natalidad letales, que van a lograr a largo plazo lo que casi logra la Gran Guerra a corto: el suicidio de una civilización. Rebosante de armas y objetivos en tiempos, Europa sobrevive como pátina de modernismo que oculta un museo de violencias olvidadas, protegidas todas por los Estados Unidos La pregunta es, de nuevo en términos de civilización apoyada en lo mejor que tiene que ofrecer Europa, si volverá alguna vez a emerger algún papel positivo de un continente que tanto ha influenciado al orbe durante el último medio milenio. ¿Todavía es posible la grandeza? Es uno de los interrogantes relevantes a los que el mundo responderá cien años después de Los cañones de agosto.

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