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El fétido olor de los ERES de Andalucía

Cuando un servidor público mete la mano en el cajón del dinero, lo está haciendo en la cartera de cada uno de nosotros
José Sarria
lunes, 10 de junio de 2013, 07:58 h (CET)
El día en que los ciudadanos comprendan, en toda su plenitud, que el robo de dinero público es absolutamente repugnante, lo ejecute quien lo ejecute, provenga de donde provenga, y equiparable al latrocinio del patrimonio particular, posiblemente algunas cosas puedan llegar a empezar a cambiar.

Cuando un servidor público mete la mano en el cajón del dinero común lo está haciendo en la cartera de cada uno de nosotros, en el bolsillo de los contribuyentes: o sea en el suyo y en el mío. No existe amparo ni cobertura, no existen siglas que mitiguen ni que amparen el pillaje. No hay atenuantes ni eximentes. El chorizo lo es por derecho propio y no hay menos calificación de su impúdica acción por ser de este o de aquel otro partido.

El caso del fraude de los ERES de Andalucía está alcanzando un ratio de sinvergüenza suelto por metro cuadro que se hace imposible defender lo indefendible. No estamos hablando de un pobre desgraciado que ha mangado dos pollos o que ha siseado dos kilos de patatas. No se trata de un despistado que pasaba por allí y arrambló con la calderilla, no. Se trata de una trama, de una banda de chorizos organizada que nos ha estado robando desde el año 2001, de manera sistemática, a todos los andaluces y a todos los españoles, varios cientos de millones de euros, aunque posiblemente en breve alguien voceará aquello de: suma y sigue. Es necesario, con independencia de las responsabilidades penales que deberá de sustanciar la jueza Alaya, que alguien admita responsabilidades políticas. Lo es por salud democrática y por vergüenza torera. Y, sobre todo, lo es, porque los mangantes, los saqueadores, los maleantes, no estaban en la otra punta del mundo o más allá de los Pirineos, no; los tenían acomodados en muchos de los despachos y oficinas de la propia Junta de Andalucía o en sus instalaciones aledañas, sin que nadie hubiera detectado nada anormal.

Por ello, si quien está para defender lo público, para salvaguardarnos de la voracidad de los intereses espurios de unos cuantos, ha sido incapaz de ver, ha sido incapaz de interceptar los desmanes llevados a cabo durante tanto tiempo (más de diez años) por la banda de Alí Babá y sus cuarenta ladrones, entonces es que es un verdadero inútil que debe de irse a su casita, porque, por ahora, no quiero llegar a pensar que pudiera ser un compinche necesario.

Los compañeros socialistas deberían de tomar cartas en el asunto, pero de manera absolutamente ejemplarizante, para calmar al personal y por el bien de los más de cien años de honradez del propio partido, porque esto no ha hecho nada más que empezar y el fétido olor que rezuma el primer levantamiento del secreto del sumario desprende un horrendo y repugnante hedor que avecina con deparar inimaginables sorpresas.

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La autoestima es necesaria, claro está, pero, aparte de lo anterior, cuando el ego está puntillosamente exacerbado surgen los conflictos, esos conflictos que nacen del inconsciente personal o colectivo, donde el ego hierve profundamente. Por todo ello, es importante comprender que, en la medida en que los seres humanos seamos algo más tolerantes y dialogantes, y nuestro talante cambie, la convivencia en la sociedad puede y debe mejorar.

El matrimonio, pilar natural de la familia y garantía de estabilidad social, en estos últimos tiempos se ve sustituido por relaciones inestables, rupturas y un creciente individualismo. Estos hechos están produciendo la caída de la natalidad, sin duda ligada a la falta de matrimonios estables, cosa que se está convirtiendo en un drama silencioso que amenaza el futuro de España y de gran parte del mundo occidental.


Una vez más, nos sorprenden alguna persona, tanto en los telediarios de cualquier signo, inclusive en los periódicos, donde personajes, también de cualquier signo, resoplando exabruptos que me dejan paralizado sin saber lo que hacer. O, echarlo a los tiburones y que se pelee con ellos o que, de cualquier manera, tirarlo a la cuneta del tren, eso sí, cuando esté parado en medio del campo.

 
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