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Alberto Garzón

Tanto Rajoy como Rubalcaba se han instalado en las tinieblas de la incredulidad civil
José Sarria
viernes, 31 de mayo de 2013, 11:10 h (CET)
Los dos grandes partidos (PP y PSOE) se mueven por los terrenos pantanosos de la desafección ciudadana. Sus máximos dirigentes (Mariano Rajoy y Alfredo Pérez Rubalcaba) se han instalado en las tinieblas de la incredulidad civil.

Lo que ayer era tierra firme hoy son arenas que se han venido macerando bajo sus pies hasta convertirse en movedizas, aliñadas por el compadreo, por los casos de corrupción que les salpican por los cuatro costados del suelo patrio, adobadas por el fétido olor de su indolencia por un país que se desangra por las cloacas de eso que ahora eufemísticamente llaman crisis y que según el Diccionario de Traducción Neocón-Castellano no es más que una “situación económica diseñada para acabar con los avances sociales y legales conseguidos en el último siglo e inocular en toda la ciudadanía un estado de indefensión aprendida para mejor manejo y explotación de la misma, así como para apropiarse de su patrimonio”.

Mientras la gente se desespera por falta de asistencia social, es desahuciada de sus casas, les birlan literalmente sus ahorros con las preferentes o el desempleo se asimila al reguero de sangre de un degollado, ellos, las grandes corporaciones políticas prefieren seguir hablando del sexo de los ángeles. Nuestros jóvenes son ya, de facto, una generación perdida y, posiblemente, volverá a ser una generación de emigrantes. Pero ellos, PP y PSOE, siguen más interesados en la dialéctica del “y tú más”, a la vez que se afanan en buscar a su próximo candidato de entre el armario de los cadáveres, en mantener sus privilegios o en consolidar el actual statu quo.

En medio de esta desesperanza existe una oportunidad. No sé si remota, pero dentro de lo posible. Un político potente, avalado por la fuerza que le imprime su juventud, hasta hoy honesto, lúcido, con un nivel formativo excelente, comprometido, con un discurso certero y coherente, accesible a la gente y, sobre todo, iluminado por la garantía que le da el no estar contaminado por el sistema. Su nombre es Alberto Garzón.

Posiblemente pueda ser la esperanza, no ya de Izquierda Unida, sino de España, pues es alguien que tiene claro, muy claro, que una de las posibilidades reales para salir del atolladero en el que nos encontramos está en la aplicación del principio constitucional que emana del artículo 128 de la Carta Magna: “Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general …/… cuando así lo exigiere el interés general”.

Ahora solo hace falta que Cayo Lara, Valderas y toda la compañía de viejas glorias de la “izquierda real” puedan llegar a entender que no se trata de individualismos, sino de España, y que Alberto Garzón es una alternativa consistente frente a las momias que deambulan por entre el resto de agrupaciones políticas. El PCE supo autoinmolarse durante la transición, por el bien de España. Ahora se le pide, una vez más, saber estar ahí, cuando España le necesita.

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La autoestima es necesaria, claro está, pero, aparte de lo anterior, cuando el ego está puntillosamente exacerbado surgen los conflictos, esos conflictos que nacen del inconsciente personal o colectivo, donde el ego hierve profundamente. Por todo ello, es importante comprender que, en la medida en que los seres humanos seamos algo más tolerantes y dialogantes, y nuestro talante cambie, la convivencia en la sociedad puede y debe mejorar.

El matrimonio, pilar natural de la familia y garantía de estabilidad social, en estos últimos tiempos se ve sustituido por relaciones inestables, rupturas y un creciente individualismo. Estos hechos están produciendo la caída de la natalidad, sin duda ligada a la falta de matrimonios estables, cosa que se está convirtiendo en un drama silencioso que amenaza el futuro de España y de gran parte del mundo occidental.


Una vez más, nos sorprenden alguna persona, tanto en los telediarios de cualquier signo, inclusive en los periódicos, donde personajes, también de cualquier signo, resoplando exabruptos que me dejan paralizado sin saber lo que hacer. O, echarlo a los tiburones y que se pelee con ellos o que, de cualquier manera, tirarlo a la cuneta del tren, eso sí, cuando esté parado en medio del campo.

 
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