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La patria grande truncada

“La historia no ha saldado la incógnita sobre su muerte”
Cristian Iván Da Silva
sábado, 14 de septiembre de 2019, 15:26 h (CET)

“Una nube negra se eleva desde el palacio en llamas. El presidente Allende muere en su sitio. Los militares matan de a miles por todo Chile. (…) La señora Pinochet declara que el llanto de las madres redimirá al país” . Así, el gran Eduardo Galeano describe de manera funesta lo que trae el ocaso de cualquier proyecto que reivindique derechos, en aquel Chile gobernado por Salvador Allende. Y es que esa noche, según luego declararía la junta que encabezaría Augusto Pinochet , un presidente constitucional no solamente era derrocado, sino que además de la resistencia y el intento por frenar el golpe, se suicidaba de un tiro en el despacho presidencial.

Pues aquel 11 de septiembre de 1973, es una de las fechas más hondamente gravadas en la historia de Chile y de la América Nuestra. Ese día, tras varias horas de sitio y bombardeo en el Palacio Presidencial de la Moneda, moría bajo el fuego de los golpistas el presidente chileno Salvador Allende: Hoy hace 45 años de la muerte de Allende. Aquella noche, las fuerzas golpistas entregaron al general Augusto Pinochet un escueto informe: «Misión cumplida. Moneda tomada, presidente muerto». La Unidad Popular y su Presidente habían sido aniquilados, iniciándose 17 años de dictadura militar.

Líder de la izquierda política chilena, Salvador Allende ganó las elecciones en 1970, desarrollando una intensa política de nacionalizaciones del sector minero e industrial. En plena crisis económica, en 1973, volvió a revalidar su triunfo electoral, lo que terminaría provocando la intervención violenta del ejército en la vida política del país. Durante su primer año de gestión se nacionalizaron 47 empresas industriales y más de la mitad del sistema de créditos. Con la reforma agraria expropió e incorporó a la propiedad social unos dos millones 400 000 hectáreas de tierras productivas.

Salvador Allende fue el primer político chileno de orientación marxista en Occidente, que llegó al mandato por medio de elecciones generales en un Estado de Derecho. Estos fueron, en breves palabras, sus verdaderos delitos, los que el imperialismo y la más reaccionaria ultraderecha chilena y de la región, no podían perdonarle al carismático líder convertido en pueblo, en mayoría. Señalará al efecto García Márquez, “La contradicción más dramática de su vida fue ser al mismo tiempo, enemigo congénito de la violencia y revolucionario apasionado, y él creía haberla resuelto con la hipótesis de que las condiciones de Chile permitían una evolución pacífica hacia el socialismo dentro de la legalidad burguesa»; no había una guerra, como declararía Pinochet, para de alguna manera justificar el golpe de Estado. No era una guerra, desde luego, sino un golpe digitado y comandado, un robo. La secuencia de este argumento podemos evidenciarla, en parte, en la orientación que tomara el gobierno de facto luego de esa noche trágica .


El gobierno de Pinochet sería un excelente alumno de la escuela de Margaret Thatcher, primera Ministra de Inglaterra. Los resultados conocidos del Gobierno de Pinochet serán elogiados por la Primer Ministra Británica quien calificara de éxito a la econo9mia chilena bajo el gobierno militar. En aquel ocaso de la primavera Salvadorista se entretejía de fondo un entramado bien organizado, de consecuencia para toda América Latina, una herida de venas abiertas, también parafraseando a Galeano.

En los días que siguieron al golpe, unos 13.500 civiles fueron arrestados, subidos a camiones y encarcelados . Miles acabaron en los dos principales estadios de futbol de Santiago, pues allí dentro muchos serian asesinados. Los vestuarios serían usados de cámara de torturas. Los generales estaban convencidos de que solo podrían retener el poder si lograban que los chilenos vivieran completamente atemorizados. Más de 3200 personas fueron ejecutadas o desaparecieron, 80.000 fueron encarceladas y 200.000 huyeron del país por motivos políticos.

Si el Presidente murió a manos del ejército golpista conducido por Pinochet o se quitó la vida antes de rendirse en el Palacio de la Moneda de Santiago de Chile, aquel 13 de septiembre de 1973, las balas que lo mataron –vinieran de donde vinieran– perpetraban uno de los magnicidios más indignantes en la historia de América Latina.

Su asesinato se mantuvo en silencio; fue enterrado secretamente; solo a su viuda le fue permitido acompañar aquel inmortal cadáver. El presidente fue descubierto con la cabeza deformada por un tiro. El debate, la herida, permanece abierta sobre si fue un asesinato o si fue alcanzado por una de las balas que se dispararon contra La Moncada.

La Conclusión, quizás la más latente y que podemos compartir, que con las dos hipótesis el fin seria y es solo uno: la imagen en la memoria colectiva del Presidente electo rindiéndose ante un ejército insurrecto; ante, como declararía también Arturo Illia en Argentina la noche del 28 de junio de 1966 cuando fuera derrocado, un grupo de “salteadores nocturnos”, truncando la posibilidad de liberar al pueblo chileno con la justicia social por la imposición de la disciplina a la fuerza, sangre y desaparición; salteadores con un plan, una receta, salteadores de la historia, en la noche como lo hacen los ladrones, pero salteadores al fin. 

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