Frente a las amenazas del poder, siempre funcionaron los contrapesos. Hacen posible la libertad individual, que es la única real, aunque veces no seamos conscientes de la misma, pues se trata de una condición, como la salud, que solo se valora cuando se pierde. Los tiranos, o aspirantes a serlo, persiguen siempre el objetivo de concentrar todos los poderes. Para evitar que lo logren, están los contrapesos, que no son cosa de ahora, sino un procedimiento, entre los varios que se fueron ideando, para frenar la tiranía. Está asimismo la idea de “democracia”, nacida en la Grecia antigua con las limitaciones propias del momento, sobre la que volveremos, para centrarnos de momento en la cuestión de los equilibrios. Un contrapeso lo fue el poder nobiliario en el sistema feudal, o también la eclosión de las ciudades frente a los propios nobles y la Corona, y de manera especial, en la Europa medieval, la división entre poder temporal y espiritual, que permitió la existencia de pequeñas, y después crecientes, bolsas de libertad, bajo el amparo de uno de los poderes respecto al otro. En ese contexto, nacieron y se desarrollaron, por ejemplo, las universidades.
Volviendo sobre la democracia, tendemos a identificarla con el voto, con la soberanía expresada a través del sufragio, pero la democracia real, la única existente, es decir la democracia sin adjetivos, se basa sobre todo en la existencia de los contrapesos que forman parte del denominado “Estado de Derecho”, en el que la Ley es considerada bien supremo y fundamento de convivencia. Se articula ello, o se ha articulado hasta el presente, mediante la división de poderes. Locke puso las bases, aunque solo distinguió poder ejecutivo y legislativo, obviando el judicial, que fue añadido por Montesquieu, quien, en su obra “El espíritu de las leyes”, consideró vital e imprescindible el equilibrio entre poderes como antídoto contra la tiranía.
Pero no lo entienden así, o no lo quieren entender, o no les conviene, nuestros dirigentes populistas, al igual que aquellos que les dan su apoyo. El populismo no es nuevo, aunque se quiera presentar ahora como una suerte de enfermedad reciente de nuestros sistemas políticos; las denominadas izquierdas, y no solo ciertos movimientos actuales, como el “trumpismo” y otros, han adolecido de populismo, considerando que un voto más da la razón y justifica tomar la parte por el todo para convertir así la aritmética del sufragio en soberanía popular de cara a imponer un trágala al resto. Si el líder supremo afirma, como creo haber oído y leído, que no puede convocar comicios para no dar el gobierno a los adversarios es que, como queda claro, poco le importa la soberanía popular; solo la suya y, en todo caso, el objetivo de conseguir un “bien mayor”, en esa labor de siglos en las que creyeron, por ejemplo, los nazis, tal y como declaró el propio Eichmann, parafraseado por Hanna Arendt, sobre sus correligionarios, muchos de los cuales denostaban las realidades del presente pues creían estar en una “labor de siglos”. Los mismo ha ocurrido con los comunistas de toda época, con el horizonte de ese paraíso “patria de la humanidad” como objetivo que trasciende las pequeñas impurezas del presente. Por eso una parte considerable de las izquierdas manifiesta una relación difícil con las urnas, a las que consideran la justificación de todo cuando les favorecen, denigrando los inconvenientes de los contrapesos jurídicos, políticos o sociales. Y es en relación con esto cuando se entiende esa afirmación del gran líder en el sentido de no convocar elecciones para no traspasar el testigo a los otros, vistos como lo contrario de esa tarea de siglos citada más arriba y como un peligro a extinguir, olvidando que nuestros sistemas políticos han funcionado hasta ahora sobre la base de la noción de convivencia, de un acuerdo acerca de la cuestión de dónde reside el Mal, pero sin querer imponer el Bien parcial o subjetivo que sea.
La conclusión es o contrapesos o totalitarismo. A gran parte de la Izquierda, desde la Revolución Francesa (protagonizada en su etapa radical por la izquierda de entonces), no le gustan los contrapesos, que dificultan el camino hacia el bien mayor situado en el futuro. Y en eso estamos, en una encrucijada en la que o bien valoramos y defendemos los contrapesos y la libertad individual o bien nos quedamos quietos, observando sin acción, por convencimiento o molicie, el crecimiento de la marea totalitaria que avanza sin prisa, pero sin pausa, y nos cala como la lluvia fina con la aquiescencia de una parte significativa de nosotros.
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