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En el debate entre reforma y revolución del movimiento obrero, perdieron de forma sistemática los revolucionarios

“Reforma o revolución” o la incertidumbre de la existencia

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II. Algunos hitos históricos
Detengámonos un momento, si se nos permite, en una “revolución teológica”, en la que veremos el planteamiento histórico efectivo del problema y, también, el procedimiento histórico para su resolución. Nos situamos, por supuesto, en el contexto de los primeros siglos del cristianismo. Una vez que este abandonó su primitivo entorno hebreo y se convirtió, en el concilio de Jerusalén (año 50 d.c.), en una religión con pretensiones universalistas (lo que constituye, de la mano de Pablo de Tarso, la primera gran revolución teológica cristiana), el cristianismo tenía otra cuestión urgente que resolver. No se trataba de la naturaleza de Cristo (divina o humana), en torno a la cual surgieron multitud de doctrinas, declaradas después heréticas. La cuestión de si Jesús de Nazaret era hombre o Dios, o ambas cosas (y de qué manera podía ser ambas cosas a la vez), encubría, en realidad, los problemas más prácticos de la relación del hombre con Dios, de la relación de los hombres entre sí y, ante todo, qué papel debía desempeñar la Iglesia en esas relaciones. Es decir, por qué los cristianos (y, en el límite, todos los hombres), estaban moralmente obligados a obedecer los dictados de la Iglesia Católica.

Otro modo de plantear el problema, consistía en lo siguiente: si la voluntad humana estaba dañada, en su propia esencia, por el pecado original, ¿era posible, para el hombre, la salvación? Es decir, ¿puede el hombre salvarse por sí mismo, a los ojos de Dios? ¿O, por el contrario, necesita irremisiblemente de la ayuda divina (o sea, de la Iglesia), dado que el daño infligido a la naturaleza humana por el pecado original es definitivo y convierte al hombre en un ser definitivamente miserable, cuyo único valor es el que Dios le concede gratuitamente (“porque sí”)? Porque, si el hombre puede salvarse por sí mismo, si son las buenas obras las que justifican, ¿para qué sería necesaria la Iglesia? O, más estrictamente, ¿para qué sería necesaria la institución eclesiástica?.

Es un hecho hoy reconocido, incluso por la Iglesia Católica, que los primeros teólogos cristianos, cuyo ejemplo máximo está en San Agustín, concebían a la naturaleza humana como radicalmente impotente para alcanzar la Gracia y, por tanto, para ganarse la eternidad, con un determinismo que en poco difería del que llegaría a defender Juan Calvino en la Edad Moderna. “Esta es la predestinación de los santos”, escribía el obispo de Hipona, “la presciencia y la preparación de los beneficios de Dios, en virtud de la cual, quienes son liberados, están ciertamente liberados. ¿Y dónde queda el resto abandonado por el juicio de Dios, como no sea en la masa de perdición, donde quedaron los hombres de Tiro y Sidón, que también eran capaces de creer si hubieran visto las maravillas de Cristo?”.

Contra esta concepción se levantó un moje irlandés llamado Pelagio, fundando una de las más interesantes herejías de la historia del cristianismo. Según nos transmite Paul Johson, en su Historia del Cristianismo, Pelagio fue, sin quererlo, un revolucionario. Oponiéndose a esta idea fundamental de la impotencia del ser humano para salvarse, consideraba que el cristianismo debía ser una fuerza moral que contribuyera a la mejora de la sociedad, ayudando a que los hombres crecieran interiormente, fueran socialmente más útiles y adquirieran el sentido de su responsabilidad. El cristianismo, entonces, tendría un carácter reformista en la moral, pero significaría un revolución como factor activo y universal, que “borraba la frontera” entre bárbaros y romanos.

Tratándose de los siglos IV y V de nuestra era, los términos teológicos en los que se expresó la disputa, quizá muestren la apariencia de que se trataba de una “discusión bizantina”. Pero, como toda discusión bizantina medieval, la querella entrañaba concepciones de lo que el hombre es, o deja de ser, de lo que puede hacer y, por tanto, de aquello a lo que está moralmente obligado. Las famosas tres preguntas de Kant (“¿Qué puedo conocer?”; “¿Qué debo hacer?”; “¿Qué me cabe esperar?”), estaban ya presentes desde el principio de la Teología Católica.

En fin, sea como fuere, la característica definitoria del pelagianismo no es otra que la negación del pecado original. Según Pelagio, el pecado de Adán, al comer de la fruta del Árbol del Bien y del Mal, le había afectado a él, y solo a él. Por tanto, los hombres no nacían con esta tara en su naturaleza y, en consecuencia, el Bautismo (cuya función, suponía la Iglesia, consistía en limpiar el pecado original), dejaba de tener sentido. Y, ante todo, la Gracia de Dios dejaba de ser necesaria, dado que el hombre podía salvarse por sus propias fuerzas.

¿Discusión bizantina? Más bien, una versión del eterno dilema: o el hombre es impotente y, entonces, las cosas son como son y poco se puede hacer contra ellas, salvo pequeñas reformas y “confiar en Dios” o, por el contrario, el hombre es un ser autónomo, responsable por completo de sus actos y, por tanto, capaz por sí mismo de modificar cualquier situación que se proponga, capaz, en fin, de cambiar su suerte.

Pelagio promovía, en esta línea, que los ricos debían compartir su riqueza con los pobres y concentrar su esfuerzo en llevar una vida ejemplar. El alma de una persona no estaba, nunca y por ninguna razón, totalmente perdida: el camino de la salvación (y el camino del progreso) estaba abierto para todos. Lo más importante residía en la potencialidad del ser humano, en su libertad para elegir el bien y en las maravillosas virtudes con las que Dios lo ha dotado, virtudes que, en ocasiones, yacen sepultadas por estructuras políticas y económicas por completo erróneas.

En un entorno teológico e institucional que no concedía al hombre ningún poder en lo que respecta a su salvación eterna, ni para cambiar, en general, su suerte, las ideas de Pelagio resultaban ciertamente revolucionarias. San Agustín vio en el monje irlandés una forma de soberbia, de rebelión contra la omnipotencia de un Dios inescrutable. Para el de Hipona, el deber del hombre consistía únicamente en obedecer la voluntad de Dios. Voluntad divina que, por supuesto, se expresaba a través de la Iglesia Católica., la cual, en definitiva, era el único camino para la reforma de la sociedad y de las costumbres.

Nos encontramos, de este modo, con un reformador, San Agustín, cuya regla monástica de vida, centrada en la reforma moral y en el trabajo, ha resistido el paso de los siglos, y con un revolucionario, Pelagio, cuyos escritos y cuya historia en general se han perdido irremisiblemente, como la de todos aquellos que la Iglesia consideró alguna vez como herejes. El santo elevó a cuestión de vida o muerte la persecución a Pelagio y dedicó a este objetivo parte de su vida. Consiguió, por dos veces, que los Sínodos africanos condenaran su doctrina, por lo que Pelagio se marchó a Oriente, a una atmósfera intelectual más libre. Se trataba, nada menos, de Palestina, por entonces uno de los pocos lugares católicos donde aun era posible el debate sobre cuestiones teológicas. Mientras tanto, el monje britano ofreció todas las confesiones de fe ortodoxas que se le pidieron, incluida una de ellas al Papa.

La curia romana se inclinaba, por tanto, a aceptar la palabra de Pelagio, el cual, por lo demás, contaba con el respaldo de poderosas familias de la ciudad de Roma. No obstante, Agustín y sus partidarios presionaron con todas sus armas, primero al Papa y, después, al Emperador. Hasta que, finalmente, apelaron al soborno directo: ochenta corceles númidas, criados en las propiedades de la Iglesia, fueron enviados a Italia y distribuidos entre los comandantes de la caballería imperial, cuyos escuadrones , y no la potencia de los argumentos, impusieron, en última instancia, la teoría de la Gracia de San Agustín.

Se dijo a las autoridades imperiales, continuamos con Paul Johnson, que los pelagianos eran unos perturbadores de la paz pública, unos innovadores peligrosos para el orden político y unos hombres ansiosos de despojar a los ricos para redistribuir la propiedad y la riqueza, no más aceptables que otros herejes de los que el Imperio ya había dado buena cuenta. En fin, de unos revolucionarios.

2. El movimiento obrero Más allá de estos y otros antecedentes que se puedan rastrear y de la mezcla de tantos planos diferentes, con toda probabilidad, como ya se dijo, el dilema “Reforma o Revolución” muestra sus perfiles más claros en el plano político, en el movimiento socialista-comunista. Ciertamente, esto no puede resultar extraño. Solo en un movimiento que propone la radical destrucción del sistema político y económico en el que vive, tenía pleno sentido plantearse el problema de si era posible, y deseable, reformar ese mismo sistema con el fin de conducirlo gradualmente al sistema deseado; en el caso de los movimientos comunista y anarquista, a la desaparición del Estado como institución, a una sociedad sin clases y en la que la propiedad de los medios de producción sea colectiva.

Puede decirse, con cierto temor a equivocarnos, que, históricamente, en el debate entre Reforma y Revolución del movimiento obrero, perdieron de forma sistemática los revolucionarios. Perdieron, no en el sentido de que los reformistas dispusieran de mejores argumentos, o de que los expresasen mejor en el foro político y, por ello, arrastraran a una mayor cantidad de votantes o a los órganos políticos decisivos en cada momento. Perdieron simplemente porque, como el hereje Pelagio contra el santo Agustín, tenían a los escuadrones de caballería en su contra. Es decir, porque no pudieron, o no supieron, nunca alcanzar el poder.

(Continuará….) Primera parte

“Reforma o revolución” o la incertidumbre de la existencia

En el debate entre reforma y revolución del movimiento obrero, perdieron de forma sistemática los revolucionarios
Felipe Muñoz
miércoles, 10 de abril de 2013, 08:00 h (CET)
II. Algunos hitos históricos
Detengámonos un momento, si se nos permite, en una “revolución teológica”, en la que veremos el planteamiento histórico efectivo del problema y, también, el procedimiento histórico para su resolución. Nos situamos, por supuesto, en el contexto de los primeros siglos del cristianismo. Una vez que este abandonó su primitivo entorno hebreo y se convirtió, en el concilio de Jerusalén (año 50 d.c.), en una religión con pretensiones universalistas (lo que constituye, de la mano de Pablo de Tarso, la primera gran revolución teológica cristiana), el cristianismo tenía otra cuestión urgente que resolver. No se trataba de la naturaleza de Cristo (divina o humana), en torno a la cual surgieron multitud de doctrinas, declaradas después heréticas. La cuestión de si Jesús de Nazaret era hombre o Dios, o ambas cosas (y de qué manera podía ser ambas cosas a la vez), encubría, en realidad, los problemas más prácticos de la relación del hombre con Dios, de la relación de los hombres entre sí y, ante todo, qué papel debía desempeñar la Iglesia en esas relaciones. Es decir, por qué los cristianos (y, en el límite, todos los hombres), estaban moralmente obligados a obedecer los dictados de la Iglesia Católica.

Otro modo de plantear el problema, consistía en lo siguiente: si la voluntad humana estaba dañada, en su propia esencia, por el pecado original, ¿era posible, para el hombre, la salvación? Es decir, ¿puede el hombre salvarse por sí mismo, a los ojos de Dios? ¿O, por el contrario, necesita irremisiblemente de la ayuda divina (o sea, de la Iglesia), dado que el daño infligido a la naturaleza humana por el pecado original es definitivo y convierte al hombre en un ser definitivamente miserable, cuyo único valor es el que Dios le concede gratuitamente (“porque sí”)? Porque, si el hombre puede salvarse por sí mismo, si son las buenas obras las que justifican, ¿para qué sería necesaria la Iglesia? O, más estrictamente, ¿para qué sería necesaria la institución eclesiástica?.

Es un hecho hoy reconocido, incluso por la Iglesia Católica, que los primeros teólogos cristianos, cuyo ejemplo máximo está en San Agustín, concebían a la naturaleza humana como radicalmente impotente para alcanzar la Gracia y, por tanto, para ganarse la eternidad, con un determinismo que en poco difería del que llegaría a defender Juan Calvino en la Edad Moderna. “Esta es la predestinación de los santos”, escribía el obispo de Hipona, “la presciencia y la preparación de los beneficios de Dios, en virtud de la cual, quienes son liberados, están ciertamente liberados. ¿Y dónde queda el resto abandonado por el juicio de Dios, como no sea en la masa de perdición, donde quedaron los hombres de Tiro y Sidón, que también eran capaces de creer si hubieran visto las maravillas de Cristo?”.

Contra esta concepción se levantó un moje irlandés llamado Pelagio, fundando una de las más interesantes herejías de la historia del cristianismo. Según nos transmite Paul Johson, en su Historia del Cristianismo, Pelagio fue, sin quererlo, un revolucionario. Oponiéndose a esta idea fundamental de la impotencia del ser humano para salvarse, consideraba que el cristianismo debía ser una fuerza moral que contribuyera a la mejora de la sociedad, ayudando a que los hombres crecieran interiormente, fueran socialmente más útiles y adquirieran el sentido de su responsabilidad. El cristianismo, entonces, tendría un carácter reformista en la moral, pero significaría un revolución como factor activo y universal, que “borraba la frontera” entre bárbaros y romanos.

Tratándose de los siglos IV y V de nuestra era, los términos teológicos en los que se expresó la disputa, quizá muestren la apariencia de que se trataba de una “discusión bizantina”. Pero, como toda discusión bizantina medieval, la querella entrañaba concepciones de lo que el hombre es, o deja de ser, de lo que puede hacer y, por tanto, de aquello a lo que está moralmente obligado. Las famosas tres preguntas de Kant (“¿Qué puedo conocer?”; “¿Qué debo hacer?”; “¿Qué me cabe esperar?”), estaban ya presentes desde el principio de la Teología Católica.

En fin, sea como fuere, la característica definitoria del pelagianismo no es otra que la negación del pecado original. Según Pelagio, el pecado de Adán, al comer de la fruta del Árbol del Bien y del Mal, le había afectado a él, y solo a él. Por tanto, los hombres no nacían con esta tara en su naturaleza y, en consecuencia, el Bautismo (cuya función, suponía la Iglesia, consistía en limpiar el pecado original), dejaba de tener sentido. Y, ante todo, la Gracia de Dios dejaba de ser necesaria, dado que el hombre podía salvarse por sus propias fuerzas.

¿Discusión bizantina? Más bien, una versión del eterno dilema: o el hombre es impotente y, entonces, las cosas son como son y poco se puede hacer contra ellas, salvo pequeñas reformas y “confiar en Dios” o, por el contrario, el hombre es un ser autónomo, responsable por completo de sus actos y, por tanto, capaz por sí mismo de modificar cualquier situación que se proponga, capaz, en fin, de cambiar su suerte.

Pelagio promovía, en esta línea, que los ricos debían compartir su riqueza con los pobres y concentrar su esfuerzo en llevar una vida ejemplar. El alma de una persona no estaba, nunca y por ninguna razón, totalmente perdida: el camino de la salvación (y el camino del progreso) estaba abierto para todos. Lo más importante residía en la potencialidad del ser humano, en su libertad para elegir el bien y en las maravillosas virtudes con las que Dios lo ha dotado, virtudes que, en ocasiones, yacen sepultadas por estructuras políticas y económicas por completo erróneas.

En un entorno teológico e institucional que no concedía al hombre ningún poder en lo que respecta a su salvación eterna, ni para cambiar, en general, su suerte, las ideas de Pelagio resultaban ciertamente revolucionarias. San Agustín vio en el monje irlandés una forma de soberbia, de rebelión contra la omnipotencia de un Dios inescrutable. Para el de Hipona, el deber del hombre consistía únicamente en obedecer la voluntad de Dios. Voluntad divina que, por supuesto, se expresaba a través de la Iglesia Católica., la cual, en definitiva, era el único camino para la reforma de la sociedad y de las costumbres.

Nos encontramos, de este modo, con un reformador, San Agustín, cuya regla monástica de vida, centrada en la reforma moral y en el trabajo, ha resistido el paso de los siglos, y con un revolucionario, Pelagio, cuyos escritos y cuya historia en general se han perdido irremisiblemente, como la de todos aquellos que la Iglesia consideró alguna vez como herejes. El santo elevó a cuestión de vida o muerte la persecución a Pelagio y dedicó a este objetivo parte de su vida. Consiguió, por dos veces, que los Sínodos africanos condenaran su doctrina, por lo que Pelagio se marchó a Oriente, a una atmósfera intelectual más libre. Se trataba, nada menos, de Palestina, por entonces uno de los pocos lugares católicos donde aun era posible el debate sobre cuestiones teológicas. Mientras tanto, el monje britano ofreció todas las confesiones de fe ortodoxas que se le pidieron, incluida una de ellas al Papa.

La curia romana se inclinaba, por tanto, a aceptar la palabra de Pelagio, el cual, por lo demás, contaba con el respaldo de poderosas familias de la ciudad de Roma. No obstante, Agustín y sus partidarios presionaron con todas sus armas, primero al Papa y, después, al Emperador. Hasta que, finalmente, apelaron al soborno directo: ochenta corceles númidas, criados en las propiedades de la Iglesia, fueron enviados a Italia y distribuidos entre los comandantes de la caballería imperial, cuyos escuadrones , y no la potencia de los argumentos, impusieron, en última instancia, la teoría de la Gracia de San Agustín.

Se dijo a las autoridades imperiales, continuamos con Paul Johnson, que los pelagianos eran unos perturbadores de la paz pública, unos innovadores peligrosos para el orden político y unos hombres ansiosos de despojar a los ricos para redistribuir la propiedad y la riqueza, no más aceptables que otros herejes de los que el Imperio ya había dado buena cuenta. En fin, de unos revolucionarios.

2. El movimiento obrero Más allá de estos y otros antecedentes que se puedan rastrear y de la mezcla de tantos planos diferentes, con toda probabilidad, como ya se dijo, el dilema “Reforma o Revolución” muestra sus perfiles más claros en el plano político, en el movimiento socialista-comunista. Ciertamente, esto no puede resultar extraño. Solo en un movimiento que propone la radical destrucción del sistema político y económico en el que vive, tenía pleno sentido plantearse el problema de si era posible, y deseable, reformar ese mismo sistema con el fin de conducirlo gradualmente al sistema deseado; en el caso de los movimientos comunista y anarquista, a la desaparición del Estado como institución, a una sociedad sin clases y en la que la propiedad de los medios de producción sea colectiva.

Puede decirse, con cierto temor a equivocarnos, que, históricamente, en el debate entre Reforma y Revolución del movimiento obrero, perdieron de forma sistemática los revolucionarios. Perdieron, no en el sentido de que los reformistas dispusieran de mejores argumentos, o de que los expresasen mejor en el foro político y, por ello, arrastraran a una mayor cantidad de votantes o a los órganos políticos decisivos en cada momento. Perdieron simplemente porque, como el hereje Pelagio contra el santo Agustín, tenían a los escuadrones de caballería en su contra. Es decir, porque no pudieron, o no supieron, nunca alcanzar el poder.

(Continuará….) Primera parte

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