Cuando, de niño, nos enseñaban la santa Biblia, nos hablaban de Sodoma y Gomorra, como de aquellas ciudades en las que sus habitantes se apartaron de las buenas costumbres, despreciaron las leyes del Señor e incurrieron en el pecado de la carne que, por aquellos entonces, constituía un misterio para aquellos niños de diez u once años, por supuesto mucho menos espabilados que los niños de las actuales generaciones, para quienes cualquier relación con la sexualidad era prácticamente imposible y desconocida, debido a la falta de información que, en aquellos años posteriores a la finalización de la Guerra Civil española, las familias cristianas pensaban que era mejor encargar al transcurso de los años y a las propias experiencias de la edad de la pubertad, o sea, a la propia experiencia de cada uno, toda la información respecto a este aspecto tan importante en la vida de cualquier persona.
Estuvo mal. Fue un error que a muchos les costó tener que pasar por amargas experiencias y erróneas interpretaciones en aquella difícil transición, que todos hemos experimentado, de pasar de niños a adultos. Sin embargo, de aquella ignorancia inducida para evitar que los niños conocieran, antes de tiempo, experiencias que por aquellos entonces sólo se estimaba debían adquirirse a edades en las que se suponía que, el joven, se encontraba en mejores condiciones para ejercitar, con conocimiento de causa y una cierta responsabilidad, aquellas nuevas sensaciones aparecidas como consecuencia de las transformaciones internas experimentadas por los cuerpos al adquirir sus facultades reproductoras. Seguramente estuvieron equivocados, no queremos negarlo, pero mucho nos tememos que los cambios que los nuevos tiempos nos han traído respecto al tema de la sexualidad, la precocidad con la que se les informa a niños en edades que apenas están en condiciones de asimilar la información que se les proporciona, la anticipación con la que, en la actualidad, se quiere que a edades excesivamente tempranas, cuando se tienen sensaciones más de curiosidad que expresivas de una determinada tendencia de género, la prontitud y diligencia con la que sus familiares, sus amistades, sus enseñantes o sus tutores se apresuran a hacer valoraciones precipitadas que pueden inducir a jóvenes, que no tienen todavía bien definida su tendencia sexual, a tomar decisiones, incluso de practicar cirugía de cambio de género, que trascurrido un tiempo, incluso unos años, le hagan pensar que han cometido el mayor error de su vida.
Por extraño que nos pueda resultar, apenas en unos pocos años, en un periodo inferior a un siglo, se ha pasado de considerar la homosexualidad o el lesbianismo, antes objeto de reprobación por parte de todas las sociedades, como algo perfectamente normal, absolutamente respetable e higiénicamente admisible, aunque nadie debiera olvidar que el mundo ha tenido que enfrentarse a una pandemia de origen sexual, el síndrome de inmunodeficiencia, más conocido como SIDA, que ya se ha llevado a cientos de miles de vidas, especialmente de homosexuales, sumamente contagioso y, contra el cual, todavía no se ha conseguido encontrar un medicamente que sea capaz de acabar con ella. ¿Ha provocado todo ello que la humanidad se haya afianzado en la necesidad de que se tomen medidas para evitar la expansión de la homosexualidad o lesbianismo? Por supuesto que no. La nuevas doctrinas de los partidos de izquierdas, la batalla inmisericorde iniciada desde las plataformas del comunismo, del feminismo radical, de la filosofía relativista, del ateísmo belicoso y de todos los defensores de las actuales doctrina libertarias en contra de la Iglesia católica, se han erigido en sendas campañas en defensa de esta nueva concepción de las familias; del desprecio de la familia tradicional; de la justificación de prácticas sexuales contra natura; de la defensa de fomentar y darles facilidades a los niños que, aparentemente, se sienten inclinados hacia un sexo contrario al que le dio la naturaleza o a oponerse de forma absurda y carente de la más mínima justificación a que se intente, con estas personas, que por medio de ayudas médicas, sicológicas, voluntarias e incluso de tipo religioso, se procure reconciliarlas con la naturaleza que les dio la naturaleza, de forma que se eviten errores o prácticas quirúrgicas que pudieran constituir un error garrafal, seguramente irreversible, que pudiera condenarlo, para el resto de su existencia, a tener que convivir con su nuevo género sintiéndose a disgusto con él.
No creemos que aquellos a los que la naturaleza les gastó la broma de darles un cuerpo en el que no se sienten cómodos, deban de ser proscritos de la sociedad; tampoco que no puedan compartir la vida en pareja si no tienen problemas de tipo religioso que deban respetar, ni que deban existir prejuicios o líneas rojas en cuanto a sus posibilidades laborales. Lo que sí parece fuera de todo lugar, lo que les hace distinguirse de las personas heterosexuales que nunca celebran semejantes eventos para la defensa de su heterosexualidad o lo que, por la excesiva publicidad que se le da, por las molestias que causan a miles de ciudadanos que se ven involucrados involuntariamente en tales eventos, por la forma revanchista que se le da, por las sensibilidades que sus desnudeces, procacidades, frases lujuriosas etc. pueden herir y por el hecho evidente de que, si hubo un tiempo en que estas reclamaciones hubieran podido tener una explicación razonable; en los tiempos actuales, en nuestra nación España y entre la misma ciudadanía española ya no existen motivos, excluidas unas pocas excepciones que existen en toda clase de comunidades de un país, a los homosexuales y lesbianas se los considera como al resto de ciudadanos, sin que haya la necesidad de que, cada año y en cada capital del país, se tenga que recordar que existe un colectivo que se considera, a sí mismo, como distinto del resto de ciudadanos y, por ello, tiene necesidad de emplumarse, desnudarse, provocar y gesticular como payasos para que, quienes contemplan la farsa, piensen que, posiblemente los que se comportan como mamarrachos, bracean como bailarinas, se mueven como poseídos y cantan canciones procaces, seguramente es muy posible que se diferencien del resto de los ciudadanos, si tienen la necesidad de acudir a semejantes demostraciones de falta de civismo para reclamar un lugar en la sociedad.
O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, los que ya vemos lo que sucede en nuestro país desde la atalaya de la senectud, no somos capaces de entender cómo, en momentos de grandes acontecimientos mundiales, en épocas de importantes inventos, descubrimientos científicos impensables, de notables avances en la medicina y de divulgación mundial de toda clase de eventos gracias a los cambios producidos en los medios de comunicación; todavía existan grupos de personas que no sean capaces de entender que el revanchismo, el rencor, la incomprensión y el resistirse a integrarse sin alharacas en la sociedad en la que, lo esencial, es mantener la convivencia sin que, como ocurre con las distintas religiones, el ser miembro de una determinada creencia signifique no poder compartir la amistad con los que profesan otras. O al menos esta es la forma que entendemos debiera imperar entre conciudadanos de un país civilizado.
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