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Por primera vez, en 2019 el gasto de las pensiones superará la barrera de los 150.000 millones de euros, siguiendo la tendencia de los últimos diez años y agudizando el desequilibrio de la Seguridad Social. Se trata de un fenómeno al que no se le ve freno en el corto y medio plazo, más aún si tenemos en cuenta que en pocos años llegarán a la edad de la jubilación los españoles nacidos en “baby boom”, que gozarán de pensiones más altas, de acuerdo a sus niveles salariales. Poco lugar queda para la demagogia.
Estamos fuertemente imbuidos, cada uno en lo suyo, de que somos algo consistente. Por eso alardeamos de un cuerpo, o al menos, lo notamos como propio. Al pensar, somos testigos de esa presencia particular e insustituible. Nos situamos como un estandarte expuesto a la vista de la comunidad y accesible a sus artefactos exploradores.
En medio de los afanes de la semana, me surge una breve reflexión sobre las sectas. Se advierte oscuro, aureolar que diría Gustavo Bueno, su concepto. Las define el DRAE como “comunidad cerrada, que promueve o aparenta promover fines de carácter espiritual, en la que los maestros ejercen un poder absoluto sobre los adeptos”. Se entienden también como desviación de una Iglesia, pero, en general, y por extensión, se aplica la noción a cualquier grupo con esos rasgos.
Acostumbrados a los adornos políticos, cuya finalidad no es otra que entregar a las gentes a las creencias, mientras grupos de intereses variados hacen sus particulares negocios, quizá no estaría de más desprender a la política de la apariencia que le sirve de compañía y colocarla ante esa realidad situada más allá de la verdad oficial. Lo que quiere decir lavar la cara al poder político para mostrarle sin maquillaje.
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