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in elevadas dosis de participación ciudadana la democracia seguirá siendo un fiasco

¡Partidos, idos! (parte 2)

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A estas alturas de la película, el común de los ciudadanos sabemos enunciar con precisión muchas de las lacras del sistema democrático, tan corroído por el ácido de la degeneración. Los analistas y comentaristas señalan diariamente los distintos flancos por donde se le ven los costurones al estado de las cosas, como cuando Josep Ramoneda afirmaba lo siguiente: “Los problemas entran en bloqueo porque demasiado a menudo las consignas van por delante de los hechos y el mezquino interés partidista de corto recorrido contamina cualquier ética de la responsabilidad” (1). En ese breve párrafo se condensan varias y profundas cuestiones relativas a una mala praxis política procedente de ese eje de intermediación que son los partidos políticos, acaparadores, a la sazón, de ciertas prerrogativas que habrían de pertenecer a la ciudadanía por ser esta quien subvenciona y quien recibe los efectos de los político-democráticos modos de proceder. Eso no quiere decir que el pueblo haya de tener carta blanca para operar políticamente, ya que incurriríamos en un tremendo e indeseado caos. Mas cabrían muchas fórmulas intermedias de afianzar y fortalecer el sistema democrático, y serían perentorias toda vez que, como escribía Emilio de Diego: “las actuaciones de los últimos gobiernos; del Parlamento; de los partidos; o de algunas autonomías…, justifican la escasa fiabilidad que merecen” (2). Y continuaba el propio De Diego apuntando cómo los gobiernos y partidos emplean numerosas triquiñuelas legales para salirse con la suya e influir espuriamente en los poderes judicial y legislativo, en tanto que los partidos se revelan incapaces de afrontar de forma solvente cuestiones de grande relevancia, “mientras concentran sus esfuerzos en la diaria batalla por el poder. Y se instalan en el ‘cortoplacismo’, que viene a ser la antítesis de la propuesta de Ortega y Gasset: ‘Solo cabe progresar cuando se piensa en grande, solo es posible avanzar cuando se mira lejos’. Además, en su cainismo, llegan a excluirse, unos a otros, del juego democrático. Cabría preguntarse pues, ‘¿adónde vamos?’” (3).


La respuesta no parecería muy halagüeña a menos que se comiencen a articular fórmulas que atenúen este sobre-elitizado panorama, en el que el poder político se muestra tan desdeñoso con el pueblo fuente de su legitimidad (4)

Allende la voluntad política, que no va a existir, queda la voluntad de una ciudadanía que, de forma constructiva, exija su más directa participación. Como arma posee, por ejemplo, la abstención. Si un muy alto porcentaje ciudadano se niega a entrar en el juego electoral mientras no se emprendan ciertas reformas institucionales, quizá los representantes, que se habrían quedado sin nadie a quien representar, de hecho, tendrían que comenzar a envainársela. La actitud habría de ser esa que creí entrever en unas declaraciones de la capitana de la Selección Española de Baloncesto, Laia Palau: “Siempre he pensado: ‘Juego al baloncesto sí, pero, ¿qué aporta esto al mundo’. La idea es hacer de esto un sitio mejor, dejar un legado… La gente me decía ‘has hecho muchas cosas en tu carrera’ y yo pensaba ‘pero si solo meto canastitas’. Ni construyo casas, ni hago pan, ni curo a gente… juego al baloncesto y encima femenino, que si todavía dices bueno, soy Pau Gasol y al menos tengo una repercusión global” (5). A partir del interrogante que formula Laia Palau (a todos y a sí misma) pueden empezar a plantearse constructivas iniciativas en aras de humanizar y “democratizar” nuestras sociedades. El hoy diputado Pablo Iglesias, desentrañando el sentido del concepto democracia, hacía otrora una interesante propuesta que partía de la siguiente caracterización: “Desde que los atenienses en el siglo V a. C. unieron los términos ‘demos’ (pueblo; referido a los artesanos y a los campesinos) y ‘krátos’ (poder o gobierno) para construir un régimen de poder diferente de la monarquía (gobierno de uno) y de la aristocracia (gobierno de unos pocos), ha habido diferentes experiencias que han avanzado en el reparto de poder entre los más. Éste es el sentido político de la Democracia como movimiento que reparte el poder quitándoselo a los que lo acaparan para repartirlo entre los que carecían de él” (6). Y de dicha disección colegía la deseabilidad de una democracia participativa, pues “de otro modo estaríamos regalando, mediante un gesto no despreciable pero extremadamente limitado, nada menos que el ejercicio del poder a una élite, a los menos” (7), y ya vemos cuáles son las consecuencias de ello.


Muy interesantes eran las consideraciones al respecto de la democracia participativa teorizadas por Alfredo Ramírez Nárdiz, quien comenzaba su trabajo señalando algunas de las principales controversias residentes en los sistemas que vienen siendo referidos como democracias: aludía a ese nuevo mandato imperativo a que se atienen los representantes políticos, que ya no emanaría del pueblo, sino del partido a cuya disciplina quedan sometidos (8); asimismo, continuaba apuntando que los partidos recurrirían a la ciudadanía únicamente para apuntalar sus propios privilegios de grupo, reduciendo a esta a mera masa. También reducirían a vacuos clichés el discurso político, además de apropiarse de las instituciones, degradándolas (9).


Así las cosas, indicaba Ramírez Nárdiz: “el concepto de democracia participativa que se defiende en estas páginas gira alrededor del ciudadano, del individuo, y no de asociaciones, corporaciones o entidades que ejerzan de elementos intermedios o interpuestos entre el ciudadano y las instituciones representativas […]. La democracia participativa tiene como fin fortalecer el vínculo del ciudadano con su gobierno y con la vida pública, convertirle en un actor político activo e implicado” (10). Y cuando hablaba de tan directa participación institucional por parte de la ciudadanía, este teórico era asimismo cauteloso, ya que, continuaba apuntando: “en democracia toda acción política debe poder ser controlada” (11). 


En el modelo que teoriza nuestro autor queda descartada la unilateralidad, ya que los ciudadanos decidirían conjuntamente con los órganos representativos, mediando un control mutuo: “La democracia participativa no es ni revolucionaria ni pretende cambiar el modelo de gobierno representativo existente en el presente, sino que, por el contrario busca afianzarlo y asegurarlo ante potenciales procesos de degeneración” (12). Entre las consecuencias positivas que se derivarían de la implementación de tal modelo enumeraba entre otras Ramírez Nárdiz una mejora de la información y, por ende, de la transparencia en lo público; una mayor participación ciudadana; un mayor sentimiento de pertenencia a la comunidad; un más amplio apoyo popular a las decisiones adoptadas… (13).


A esa mayor participación ciudadana en detrimento de los partidos, habría que añadirle el reforzamiento de ciertos modos de actuación política como son la asamblea abierta, el periódico referéndum, una más ágil capacidad de iniciativa legislativa popular, una más fácil capacidad de revocación, etc.


Y llegados a este punto no hemos de obviar el paradigma tecnológico en que nos hallamos. Daniel Innerarity lo exponía afinadamente: “La maquinaria de la democracia moderna fue construida en la época de los Estados nacionales, la organización jerárquica, la división del trabajo y la economía industrializada, un mundo que en buena medida ha quedado superado por la tecnología digital, deslocalizada, descentralizada y estructurada en forma de red” (14). Ciertamente, es una incógnita el modo en que acabarán repercutiendo estos nuevos acontecimientos que tamaño giro han dado a nuestras vidas en el ámbito de lo político, pues a la vez que una gran oportunidad democratizadora, pueden constituir un serio germen de fraude y manipulación. Además, “la democracia es lenta y geográfica mientras que las nuevas tecnologías se caracterizan por la aceleración y la deslocalización” (15), seguía escribiendo Innerarity, quien advertía que “no deberíamos minusvalorar el riesgo de que el tecnoautoritarismo resulte cada vez más atractivo en un mundo en el que la política cosecha un largo listado de fracasos” (16).


Sin duda, y teniendo en cuenta todo lo esgrimido hasta aquí en el presente escrito, podemos afirmar que son tiempos cruciales los que nos contemplan en muchos sentidos y en nuestra mano está intentar contribuir a moldearlos a nuestro favor, ¿y qué mejor manera que empezar por tratar de bogar por hacer más participativa la democracia apoyándonos en las oportunidades que ofrece la tecnología?


Notas

(1) Ramoneda, J. (11-10-2018): “La brecha”, “El País”, p. 19.

(2) Diego, E. de (6-10-2018): “Tranquilos, no pasa nada ¿o sí?”, “La Razón”, p. 21.

(3) Ibid.

(4) El problema es que el representante está atado a unos partidos a su vez cautivos de otros poderes en la sombra.

(5) Sáez, F. (28-9-2018): “Laia Palau. Capitana de la selección española”, “El País”, p. 50.

(6) Iglesias Turrión, P. (septiembre de 2011): “Vota y no te metas en política: democracia y sistema electoral”, “Viento Sur”, nº 118, pp. 117-119, p. 118.

(7) Ibid.

(8) Cfr. en Ramírez, Nárdiz A. (mayo-agosto de 2014): “La participación como respuesta a la crisis de la representación: el rol de la democracia participativa”, “Revista de Derecho Político (UNED)”, nº 90, pp. 177-2010, p. 181.

(9) Cfr. Ibid., pp. 182-183.

(10) Ibid., p. 186.

(11) Ibid., p. 188.

(12) Ibid., p. 189.

(13) Cfr. Ibid., pp. 197-199.

(14) Innerarity, D. (9-10-2018): “La decisión de Siri”, “El País”, p. 13.

(15) Ibid.

(16) Ibid.

¡Partidos, idos! (parte 2)

in elevadas dosis de participación ciudadana la democracia seguirá siendo un fiasco
Diego Vadillo López
sábado, 13 de octubre de 2018, 09:04 h (CET)

A estas alturas de la película, el común de los ciudadanos sabemos enunciar con precisión muchas de las lacras del sistema democrático, tan corroído por el ácido de la degeneración. Los analistas y comentaristas señalan diariamente los distintos flancos por donde se le ven los costurones al estado de las cosas, como cuando Josep Ramoneda afirmaba lo siguiente: “Los problemas entran en bloqueo porque demasiado a menudo las consignas van por delante de los hechos y el mezquino interés partidista de corto recorrido contamina cualquier ética de la responsabilidad” (1). En ese breve párrafo se condensan varias y profundas cuestiones relativas a una mala praxis política procedente de ese eje de intermediación que son los partidos políticos, acaparadores, a la sazón, de ciertas prerrogativas que habrían de pertenecer a la ciudadanía por ser esta quien subvenciona y quien recibe los efectos de los político-democráticos modos de proceder. Eso no quiere decir que el pueblo haya de tener carta blanca para operar políticamente, ya que incurriríamos en un tremendo e indeseado caos. Mas cabrían muchas fórmulas intermedias de afianzar y fortalecer el sistema democrático, y serían perentorias toda vez que, como escribía Emilio de Diego: “las actuaciones de los últimos gobiernos; del Parlamento; de los partidos; o de algunas autonomías…, justifican la escasa fiabilidad que merecen” (2). Y continuaba el propio De Diego apuntando cómo los gobiernos y partidos emplean numerosas triquiñuelas legales para salirse con la suya e influir espuriamente en los poderes judicial y legislativo, en tanto que los partidos se revelan incapaces de afrontar de forma solvente cuestiones de grande relevancia, “mientras concentran sus esfuerzos en la diaria batalla por el poder. Y se instalan en el ‘cortoplacismo’, que viene a ser la antítesis de la propuesta de Ortega y Gasset: ‘Solo cabe progresar cuando se piensa en grande, solo es posible avanzar cuando se mira lejos’. Además, en su cainismo, llegan a excluirse, unos a otros, del juego democrático. Cabría preguntarse pues, ‘¿adónde vamos?’” (3).


La respuesta no parecería muy halagüeña a menos que se comiencen a articular fórmulas que atenúen este sobre-elitizado panorama, en el que el poder político se muestra tan desdeñoso con el pueblo fuente de su legitimidad (4)

Allende la voluntad política, que no va a existir, queda la voluntad de una ciudadanía que, de forma constructiva, exija su más directa participación. Como arma posee, por ejemplo, la abstención. Si un muy alto porcentaje ciudadano se niega a entrar en el juego electoral mientras no se emprendan ciertas reformas institucionales, quizá los representantes, que se habrían quedado sin nadie a quien representar, de hecho, tendrían que comenzar a envainársela. La actitud habría de ser esa que creí entrever en unas declaraciones de la capitana de la Selección Española de Baloncesto, Laia Palau: “Siempre he pensado: ‘Juego al baloncesto sí, pero, ¿qué aporta esto al mundo’. La idea es hacer de esto un sitio mejor, dejar un legado… La gente me decía ‘has hecho muchas cosas en tu carrera’ y yo pensaba ‘pero si solo meto canastitas’. Ni construyo casas, ni hago pan, ni curo a gente… juego al baloncesto y encima femenino, que si todavía dices bueno, soy Pau Gasol y al menos tengo una repercusión global” (5). A partir del interrogante que formula Laia Palau (a todos y a sí misma) pueden empezar a plantearse constructivas iniciativas en aras de humanizar y “democratizar” nuestras sociedades. El hoy diputado Pablo Iglesias, desentrañando el sentido del concepto democracia, hacía otrora una interesante propuesta que partía de la siguiente caracterización: “Desde que los atenienses en el siglo V a. C. unieron los términos ‘demos’ (pueblo; referido a los artesanos y a los campesinos) y ‘krátos’ (poder o gobierno) para construir un régimen de poder diferente de la monarquía (gobierno de uno) y de la aristocracia (gobierno de unos pocos), ha habido diferentes experiencias que han avanzado en el reparto de poder entre los más. Éste es el sentido político de la Democracia como movimiento que reparte el poder quitándoselo a los que lo acaparan para repartirlo entre los que carecían de él” (6). Y de dicha disección colegía la deseabilidad de una democracia participativa, pues “de otro modo estaríamos regalando, mediante un gesto no despreciable pero extremadamente limitado, nada menos que el ejercicio del poder a una élite, a los menos” (7), y ya vemos cuáles son las consecuencias de ello.


Muy interesantes eran las consideraciones al respecto de la democracia participativa teorizadas por Alfredo Ramírez Nárdiz, quien comenzaba su trabajo señalando algunas de las principales controversias residentes en los sistemas que vienen siendo referidos como democracias: aludía a ese nuevo mandato imperativo a que se atienen los representantes políticos, que ya no emanaría del pueblo, sino del partido a cuya disciplina quedan sometidos (8); asimismo, continuaba apuntando que los partidos recurrirían a la ciudadanía únicamente para apuntalar sus propios privilegios de grupo, reduciendo a esta a mera masa. También reducirían a vacuos clichés el discurso político, además de apropiarse de las instituciones, degradándolas (9).


Así las cosas, indicaba Ramírez Nárdiz: “el concepto de democracia participativa que se defiende en estas páginas gira alrededor del ciudadano, del individuo, y no de asociaciones, corporaciones o entidades que ejerzan de elementos intermedios o interpuestos entre el ciudadano y las instituciones representativas […]. La democracia participativa tiene como fin fortalecer el vínculo del ciudadano con su gobierno y con la vida pública, convertirle en un actor político activo e implicado” (10). Y cuando hablaba de tan directa participación institucional por parte de la ciudadanía, este teórico era asimismo cauteloso, ya que, continuaba apuntando: “en democracia toda acción política debe poder ser controlada” (11). 


En el modelo que teoriza nuestro autor queda descartada la unilateralidad, ya que los ciudadanos decidirían conjuntamente con los órganos representativos, mediando un control mutuo: “La democracia participativa no es ni revolucionaria ni pretende cambiar el modelo de gobierno representativo existente en el presente, sino que, por el contrario busca afianzarlo y asegurarlo ante potenciales procesos de degeneración” (12). Entre las consecuencias positivas que se derivarían de la implementación de tal modelo enumeraba entre otras Ramírez Nárdiz una mejora de la información y, por ende, de la transparencia en lo público; una mayor participación ciudadana; un mayor sentimiento de pertenencia a la comunidad; un más amplio apoyo popular a las decisiones adoptadas… (13).


A esa mayor participación ciudadana en detrimento de los partidos, habría que añadirle el reforzamiento de ciertos modos de actuación política como son la asamblea abierta, el periódico referéndum, una más ágil capacidad de iniciativa legislativa popular, una más fácil capacidad de revocación, etc.


Y llegados a este punto no hemos de obviar el paradigma tecnológico en que nos hallamos. Daniel Innerarity lo exponía afinadamente: “La maquinaria de la democracia moderna fue construida en la época de los Estados nacionales, la organización jerárquica, la división del trabajo y la economía industrializada, un mundo que en buena medida ha quedado superado por la tecnología digital, deslocalizada, descentralizada y estructurada en forma de red” (14). Ciertamente, es una incógnita el modo en que acabarán repercutiendo estos nuevos acontecimientos que tamaño giro han dado a nuestras vidas en el ámbito de lo político, pues a la vez que una gran oportunidad democratizadora, pueden constituir un serio germen de fraude y manipulación. Además, “la democracia es lenta y geográfica mientras que las nuevas tecnologías se caracterizan por la aceleración y la deslocalización” (15), seguía escribiendo Innerarity, quien advertía que “no deberíamos minusvalorar el riesgo de que el tecnoautoritarismo resulte cada vez más atractivo en un mundo en el que la política cosecha un largo listado de fracasos” (16).


Sin duda, y teniendo en cuenta todo lo esgrimido hasta aquí en el presente escrito, podemos afirmar que son tiempos cruciales los que nos contemplan en muchos sentidos y en nuestra mano está intentar contribuir a moldearlos a nuestro favor, ¿y qué mejor manera que empezar por tratar de bogar por hacer más participativa la democracia apoyándonos en las oportunidades que ofrece la tecnología?


Notas

(1) Ramoneda, J. (11-10-2018): “La brecha”, “El País”, p. 19.

(2) Diego, E. de (6-10-2018): “Tranquilos, no pasa nada ¿o sí?”, “La Razón”, p. 21.

(3) Ibid.

(4) El problema es que el representante está atado a unos partidos a su vez cautivos de otros poderes en la sombra.

(5) Sáez, F. (28-9-2018): “Laia Palau. Capitana de la selección española”, “El País”, p. 50.

(6) Iglesias Turrión, P. (septiembre de 2011): “Vota y no te metas en política: democracia y sistema electoral”, “Viento Sur”, nº 118, pp. 117-119, p. 118.

(7) Ibid.

(8) Cfr. en Ramírez, Nárdiz A. (mayo-agosto de 2014): “La participación como respuesta a la crisis de la representación: el rol de la democracia participativa”, “Revista de Derecho Político (UNED)”, nº 90, pp. 177-2010, p. 181.

(9) Cfr. Ibid., pp. 182-183.

(10) Ibid., p. 186.

(11) Ibid., p. 188.

(12) Ibid., p. 189.

(13) Cfr. Ibid., pp. 197-199.

(14) Innerarity, D. (9-10-2018): “La decisión de Siri”, “El País”, p. 13.

(15) Ibid.

(16) Ibid.

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