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Crónica del Festival V

Sitges 2018: Fantasmagorías de la inocencia

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Lazzaro felice venía precedida de su gran acogida crítica en Cannes. La presentadora de la sesión en el cine Retiro de Sitges advertía de que, entre el público preguntado, nadie les había dicho todavía nada malo de la película, al contrario, habían salido conmovidos por esta fábula contemporánea que les evocaba el cine de Visconti o de Fellini. Y Sergi López tomaba el micro para hablar de la autenticidad con que fue hecha, rodada en la zona rural donde vive Alice Rohrwacher, su directora, con un elenco en su mayoría de payeses y lugareños, a parte de "seis o siete saltimbanquis profesionales que nos dedicamos a esto". Con semejantes presentaciones, lo más fácil era que la película decepcionara casi sin darse cuenta, pero lo que ha sucedido es más bien lo contrario: casi sin darnos cuenta, entramos en este sueño de tiempos conjugados y santos suspendidos en el devenir de la Historia que nos atrapa con la pureza de las miradas, la delicadeza de sus metáforas, el poder de sus imágenes analógicas en 16 mm con poso documental y vuelo celestial entre música de órgano y tomas aéreas del campo profundo italiano.

Esta es la historia de Lazzaro, un chico que vive en una comunidad rural gobernada por una gran marquesa, cuya inocencia es el termómetro de la vileza de otros. La bondad de Lazzaro trasciende al propio Lazzaro, se dibuja como una corriente de nobleza espiritual antigua y pura, preexistente, por la que todos hemos sido acariciados en algún momento de nuestras vidas, pero que permanece más allá de la infancia en escasos individuos. El cuerpo y la mirada de Adriano Tardiolo , que interpreta a Lazzaro, transmiten esa belleza irrecuperable de no haber sido devorado todavía por el mundo, la capacidad de confiar en la palabra de las personas, el deseo de satisfacer a los demás y entregarse a ellos sin calcular el rédito de nuestros gestos, haciendo de su felicidad la nuestra, incondicionalmente. Esta clase de personajes no abundan en el cine contemporáneo y a veces, cuando aparecen, la tragedia se ceba con ellos de tal manera que ya puede anticiparse el sufrimiento que nos depararán desde sus primeros gestos. Lazzaro felice transita por el lado amargo de la coexistencia imposible entre una bondad tan singular que roza la idea de santidad, con la vida moderna, la urbe, el dinero y el miedo, pero lo hace desde un equilibrio ligero entre las penas del periplo y la magia hallada por el camino.

Precisamente el abordaje del género fantástico hace de la película algo con carácter propio: la fantasía bebe de la narrativa de la leyenda, el cuento popular, el relato religioso filtrado por el humor contemporáneo, la integración de lo mítico en lo cotidiano o, dicho de otra forma, la aceptación del misterio entre una poética de sartenes y ramilletes de hierbas de extrarradio. La anterior película de Rohrwacher, El país de las maravillas, ya integraba el elemento fantástico en su final, pero en aquélla quedaba poco desarrollado, sólo apuntado, más un concepto sobre un tiempo encapsulado en otro tiempo, lo antiguo que vive dentro de lo nuevo, que un planteamiento de conjunto. Lazzaro felice recupera de El país de las maravillas ese juego de matrioshkas: la comunidad rural que vive según leyes de esclavitud remotas en plena modernidad, una vida atrapada en otra época, una acepción del género de viajes en el tiempo en donde los parias y oprimidos siguen estando oprimidos, a pesar de la retórica, más déspota o más liberal que se les aplique.

Fantasmagoría transtemporal con la que se congrega de buen grado. Una gran historia, una dirección inteligente y arraigada a la tierra que retrata —con su grano de celuloide telúrico y su cámara inquieta que roba lo mejor de cada escena—, el viaje iniciático hacia la decepción primera, la del amor, fraternal en este caso. Una película llena de sutilezas capaces de otorgarle contundencia en todos sus niveles. Una expresión de lo mágico como algo, al tiempo, íntimo y moral, un portal doble, hacia nuestro interior más remoto y hacia el sentido espiritual de la Historia.

Sitges 2018: Fantasmagorías de la inocencia

Crónica del Festival V
Ana Rodríguez
jueves, 11 de octubre de 2018, 08:24 h (CET)

Lazzaro felice venía precedida de su gran acogida crítica en Cannes. La presentadora de la sesión en el cine Retiro de Sitges advertía de que, entre el público preguntado, nadie les había dicho todavía nada malo de la película, al contrario, habían salido conmovidos por esta fábula contemporánea que les evocaba el cine de Visconti o de Fellini. Y Sergi López tomaba el micro para hablar de la autenticidad con que fue hecha, rodada en la zona rural donde vive Alice Rohrwacher, su directora, con un elenco en su mayoría de payeses y lugareños, a parte de "seis o siete saltimbanquis profesionales que nos dedicamos a esto". Con semejantes presentaciones, lo más fácil era que la película decepcionara casi sin darse cuenta, pero lo que ha sucedido es más bien lo contrario: casi sin darnos cuenta, entramos en este sueño de tiempos conjugados y santos suspendidos en el devenir de la Historia que nos atrapa con la pureza de las miradas, la delicadeza de sus metáforas, el poder de sus imágenes analógicas en 16 mm con poso documental y vuelo celestial entre música de órgano y tomas aéreas del campo profundo italiano.

Esta es la historia de Lazzaro, un chico que vive en una comunidad rural gobernada por una gran marquesa, cuya inocencia es el termómetro de la vileza de otros. La bondad de Lazzaro trasciende al propio Lazzaro, se dibuja como una corriente de nobleza espiritual antigua y pura, preexistente, por la que todos hemos sido acariciados en algún momento de nuestras vidas, pero que permanece más allá de la infancia en escasos individuos. El cuerpo y la mirada de Adriano Tardiolo , que interpreta a Lazzaro, transmiten esa belleza irrecuperable de no haber sido devorado todavía por el mundo, la capacidad de confiar en la palabra de las personas, el deseo de satisfacer a los demás y entregarse a ellos sin calcular el rédito de nuestros gestos, haciendo de su felicidad la nuestra, incondicionalmente. Esta clase de personajes no abundan en el cine contemporáneo y a veces, cuando aparecen, la tragedia se ceba con ellos de tal manera que ya puede anticiparse el sufrimiento que nos depararán desde sus primeros gestos. Lazzaro felice transita por el lado amargo de la coexistencia imposible entre una bondad tan singular que roza la idea de santidad, con la vida moderna, la urbe, el dinero y el miedo, pero lo hace desde un equilibrio ligero entre las penas del periplo y la magia hallada por el camino.

Precisamente el abordaje del género fantástico hace de la película algo con carácter propio: la fantasía bebe de la narrativa de la leyenda, el cuento popular, el relato religioso filtrado por el humor contemporáneo, la integración de lo mítico en lo cotidiano o, dicho de otra forma, la aceptación del misterio entre una poética de sartenes y ramilletes de hierbas de extrarradio. La anterior película de Rohrwacher, El país de las maravillas, ya integraba el elemento fantástico en su final, pero en aquélla quedaba poco desarrollado, sólo apuntado, más un concepto sobre un tiempo encapsulado en otro tiempo, lo antiguo que vive dentro de lo nuevo, que un planteamiento de conjunto. Lazzaro felice recupera de El país de las maravillas ese juego de matrioshkas: la comunidad rural que vive según leyes de esclavitud remotas en plena modernidad, una vida atrapada en otra época, una acepción del género de viajes en el tiempo en donde los parias y oprimidos siguen estando oprimidos, a pesar de la retórica, más déspota o más liberal que se les aplique.

Fantasmagoría transtemporal con la que se congrega de buen grado. Una gran historia, una dirección inteligente y arraigada a la tierra que retrata —con su grano de celuloide telúrico y su cámara inquieta que roba lo mejor de cada escena—, el viaje iniciático hacia la decepción primera, la del amor, fraternal en este caso. Una película llena de sutilezas capaces de otorgarle contundencia en todos sus niveles. Una expresión de lo mágico como algo, al tiempo, íntimo y moral, un portal doble, hacia nuestro interior más remoto y hacia el sentido espiritual de la Historia.

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