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«Cuando las mato sé que me pertenecen, es la única manera de poseerlas. Las amo y las deseo» (Edmund Kemper, el asesino de colegialas).
«Te cargas de razones y lo rematas», dice Sarasketa el escopetero, hablando de soltarle el tiro de gracia no a un animal malherido, dolorido hasta el terror y aterrorizado hasta lo doliente a causa de un accidente, sino por el primer cartucho que el piadoso cazador le había metido dentro antes, cuando le vio «pequeño, alegre y vivo». Cuando todavía no se estaba desangrando.
Edmund Kemper, que desde muy joven torturó y asesinó animales, también tenía sus propias razones para matar a sus abuelos, a su madre, a una amiga de su madre y a varias estudiantes. En una ocasión le cortó la cabeza a una de 15 años y la enterró en su jardín. Tal vez, mientras la sostuvo en su mano para arrojarla al agujero, tuvo tiempo de ver rastros de llanto en sus mejillas, y quién sabe si también admiró sus pestañas.
Dice Sarasketa en la misma entrevista que debe enfrentarse a un terrible antagonismo: «Querer matar lo que más desea». Un hombre que el año pasado asesinó a su mujer y al hijo de ésta en Alcobendas, había colgado previamente en sus redes sociales fotos con ella y con el niño acompañadas de declaraciones de amor.
Supongo que es inviable evitar que haya personas con instintos homicidas y carentes de toda empatía real, pero lo que está al alcance de lo posible es que en uno de los casos es frenar que el crimen siga siendo legal, y también comprender que, como ocurrió con Kemper y con tantos y tantos más, matar a seres de nuestra especie viene a menudo precedido del asesinato de los de otras. No hacer caso a esos avisos es como si un piloto desprecia la advertencia de «¡Terrain, pull up!»: habrá sobre la tierra muertos que podrían haberse impedido. Y no es necesario que yazgan abuelos, madres o colegialas para arrepentirse de lo no hecho: pegarle un tiro a un animal es algo canalla y su sufrimiento es tan real como el de mujeres, hombres y niños.
A quienes estamos convencidos de la iniquidad intrínseca de Sánchez, no nos va a confundir la supuesta “carta de amor” de este cateto personaje a su Begoña amada, redactada de su “puño y letra” (con sus tradicionales errores y faltas gramaticales) y exceso de egolatría.
Recuerdo con nostalgia la época en la que uno terminaba sus estudios universitarios y metía de lleno la cabeza en el mundo laboral. Ya no había marchas atrás. Se terminaron para siempre esos años de universitario, nunca más ya repetibles. Las conversaciones sobre cultura, sobre política, sobre música. Los exámenes, los espacios de relajamiento en la pradera de césped recién cortado que rodeaba la Facultad, los vinos en Argüelles, las copas en Malasaña...
Tras su inicial construcción provisional, el Muro de Berlín acabó por convertirse en una pared de hormigón de entre 3,5 y 4 metros de altura, reforzado en su interior por cables de acero para así acrecentar su firmeza. Se organizó, asimismo, la denominada "franja de la muerte", formada por un foso, una alambrada, una carretera, sistemas de alarma, armas automáticas, torres de vigilancia y patrullas acompañadas por perros las 24 horas del día.
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