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Al comenzar el milenio, recordaba con alegría el sinnúmero de eventos y experiencias positivas de los años de preparación del jubileo, desde la importante purificación de la memoria, al redescubrimiento de la santidad en la multitud de testigos de la fe: santos y mártires tan antiguos y tan cercanos. Pero concluía con una mirada al porvenir: “si quisiéramos individuar el núcleo esencial de la gran herencia que nos deja, no dudaría en concretarlo en la contemplación del rostro de Cristo (…) Ahora tenemos que mirar hacia adelante, debemos ‘remar mar adentro’, confiando en la palabra de Cristo: Duc in altum! Lo que hemos hecho este año no puede justificar una sensación de dejadez y menos aún llevarnos a una actitud de desinterés. Al contrario, las experiencias vividas deben suscitar en nosotros un dinamismo nuevo”.
A ese impulso de la vida cristiana invita el papa Francisco, en un momento del año muy apropiado, porque la liturgia canta a diario la exultación de la Pascua, reviviendo la reacción de los primeros: “los discípulos se alegraron de ver al Señor” (Juan, 20, 20). El misterio de la Resurrección, con la promesa radical de Jesús –“he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mateo 28, 20)- constituyen fuerzas inspiradoras del caminar optimista del cristiano en la tierra.
No oculta los problemas. No cree en fórmulas mágicas, en soluciones únicas, en recetas unívocas. El santo no es un superhombre. Justamente porque acepta sin fisuras la primacía de la gracia en todos los aspectos de la vida. Aunque suponga ir a contracorriente de tantas manifestaciones de la cultura contemporánea. Por eso el papa Francisco, con sentido pedagógico, no deja de referirse a los enemigos de la santidad, de la alegría cristiana, y dedica cierto espacio a una descripción práctica –preventiva, no académica- de dos grandes tentaciones: el neopelagianismo y el neognosticismo.
En medio de los afanes de la semana, me surge una breve reflexión sobre las sectas. Se advierte oscuro, aureolar que diría Gustavo Bueno, su concepto. Las define el DRAE como “comunidad cerrada, que promueve o aparenta promover fines de carácter espiritual, en la que los maestros ejercen un poder absoluto sobre los adeptos”. Se entienden también como desviación de una Iglesia, pero, en general, y por extensión, se aplica la noción a cualquier grupo con esos rasgos.
Acostumbrados a los adornos políticos, cuya finalidad no es otra que entregar a las gentes a las creencias, mientras grupos de intereses variados hacen sus particulares negocios, quizá no estaría de más desprender a la política de la apariencia que le sirve de compañía y colocarla ante esa realidad situada más allá de la verdad oficial. Lo que quiere decir lavar la cara al poder político para mostrarle sin maquillaje.
En el pasar de los años, las paredes de las iglesias han sido testigos silenciosos de un fenómeno que trasciende las fronteras del tiempo: el flujo constante de generaciones que acuden a los servicios religiosos en busca de consuelo, reflexión y conexión espiritual.
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