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Es hora de suprimir el Tribunal Constitucional

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Cuando se redactaba la vigente Constitución la desconfianza respecto al Tribunal Supremo era evidente, lo que motivó la introducción del Tribunal Constitucional, formado por miembros elegidos por el Congreso, el Senado y el Consejo General del Poder Judicial, en definitiva por los partidos políticos.

En el régimen anterior no era verosímil que alcanzaran la alta magistratura del Supremo personas que no coincidieran con los principios del Movimiento Nacional, es decir con Franco. En el nuevo Tribunal, introducido por la Constitución, también ha quedado de manifiesto que sus miembros coinciden con los principios ideológicos de los partidos que los propusieron, salvo raras excepciones.

Después del tiempo transcurrido, aquella desconfianza inicial hacia el Supremo resulta hoy injustificada, por lo que debería desaparecer el Tribunal Constitucional y pasar sus competencias al devaluado Tribunal Supremo, que resulta no ser tan supremo, cuando sus sentencias puedes ser anuladas por el Constitucional, como se ha puesto de manifiesto en los casos de la legalización de Bildu y Sortu, en los que, una vez más, sabemos de antemano el resultado de la votación, conocida la adscripción ideológica de cada uno.

Aunque la mayor parte de la administración de justicia se está esforzando, con escasos medios, para ejercer su tarea con un funcionamiento aceptable, cada vez que el litigio que se plantea es político, podemos comprobar que la división de poderes está en entredicho y que el poder judicial no resulta un contrapeso suficiente frente al poder partidario de los gobiernos.

Por ello, entre las imprescindibles reformas constitucionales que hay que hacer, la supresión del Tribunal Constitucional es obligada, restituyendo al Tribunal Supremo la totalidad de jurisdicción en todos los órdenes. Igualmente hay que garantizar la independencia del Consejo General del Poder Judicial de todos los partidos.

El poder legislativo, que se confunde prácticamente con el ejecutivo, tiene la potestad de dictar leyes para el bien común de la sociedad y el poder judicial la de amparar a cualquier persona, física o jurídica, que vea vulnerados sus derechos por otras personas o instituciones.

La organización judicial tiene que ser única para toda España sin compartimentarla en las diversas autonomías y sin que los gobiernos de turno puedan mediatizar en forma alguna su funcionamiento. Todo el título VIII de la Constitución necesita con urgencia una profunda reforma.

Si en las presentes circunstancias se está viendo la necesidad de que los estados miembros de la Comunidad Europea unifiquen sus políticas financieras y fiscales, es un contrasentido que al mismo tiempo nuestra nación se descomponga en 17 taifas, empeñadas en destruir toda unidad de esfuerzo, solidaridad, historia y futuro.

Querer solucionar nuestra situación con créditos es insuficiente si no se aborda de inmediato una profunda reforma de nuestro modelo de nación. El estado autonómico, nacido de la Constitución, ya ha demostrado sus virtudes, sus fallos y sus defectos, entre los cuales no son los menores su tendencia centrífuga, su insolidaridad egoísta, su coste insostenible.

Si hay que empezar por algo suprimamos de una vez para siempre el nefasto y cuestionado Tribunal Constitucional y aprovechemos la crisis del Consejo General del Poder Judicial para que funcione con absoluta independencia.

Es hora de suprimir el Tribunal Constitucional

Francisco Rodríguez
viernes, 22 de junio de 2012, 06:56 h (CET)
Cuando se redactaba la vigente Constitución la desconfianza respecto al Tribunal Supremo era evidente, lo que motivó la introducción del Tribunal Constitucional, formado por miembros elegidos por el Congreso, el Senado y el Consejo General del Poder Judicial, en definitiva por los partidos políticos.

En el régimen anterior no era verosímil que alcanzaran la alta magistratura del Supremo personas que no coincidieran con los principios del Movimiento Nacional, es decir con Franco. En el nuevo Tribunal, introducido por la Constitución, también ha quedado de manifiesto que sus miembros coinciden con los principios ideológicos de los partidos que los propusieron, salvo raras excepciones.

Después del tiempo transcurrido, aquella desconfianza inicial hacia el Supremo resulta hoy injustificada, por lo que debería desaparecer el Tribunal Constitucional y pasar sus competencias al devaluado Tribunal Supremo, que resulta no ser tan supremo, cuando sus sentencias puedes ser anuladas por el Constitucional, como se ha puesto de manifiesto en los casos de la legalización de Bildu y Sortu, en los que, una vez más, sabemos de antemano el resultado de la votación, conocida la adscripción ideológica de cada uno.

Aunque la mayor parte de la administración de justicia se está esforzando, con escasos medios, para ejercer su tarea con un funcionamiento aceptable, cada vez que el litigio que se plantea es político, podemos comprobar que la división de poderes está en entredicho y que el poder judicial no resulta un contrapeso suficiente frente al poder partidario de los gobiernos.

Por ello, entre las imprescindibles reformas constitucionales que hay que hacer, la supresión del Tribunal Constitucional es obligada, restituyendo al Tribunal Supremo la totalidad de jurisdicción en todos los órdenes. Igualmente hay que garantizar la independencia del Consejo General del Poder Judicial de todos los partidos.

El poder legislativo, que se confunde prácticamente con el ejecutivo, tiene la potestad de dictar leyes para el bien común de la sociedad y el poder judicial la de amparar a cualquier persona, física o jurídica, que vea vulnerados sus derechos por otras personas o instituciones.

La organización judicial tiene que ser única para toda España sin compartimentarla en las diversas autonomías y sin que los gobiernos de turno puedan mediatizar en forma alguna su funcionamiento. Todo el título VIII de la Constitución necesita con urgencia una profunda reforma.

Si en las presentes circunstancias se está viendo la necesidad de que los estados miembros de la Comunidad Europea unifiquen sus políticas financieras y fiscales, es un contrasentido que al mismo tiempo nuestra nación se descomponga en 17 taifas, empeñadas en destruir toda unidad de esfuerzo, solidaridad, historia y futuro.

Querer solucionar nuestra situación con créditos es insuficiente si no se aborda de inmediato una profunda reforma de nuestro modelo de nación. El estado autonómico, nacido de la Constitución, ya ha demostrado sus virtudes, sus fallos y sus defectos, entre los cuales no son los menores su tendencia centrífuga, su insolidaridad egoísta, su coste insostenible.

Si hay que empezar por algo suprimamos de una vez para siempre el nefasto y cuestionado Tribunal Constitucional y aprovechemos la crisis del Consejo General del Poder Judicial para que funcione con absoluta independencia.

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