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La “pena de telediario” no existe en el Código Penal

La otra hora de José Mota

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La decisión del juez José Castro de dejar al margen a la Infanta Cristina del caso penal que se sigue contra su marido, Iñaki Urdangarín, no sólo no es arbitraria, sino que reafirma algo que una parte de la sociedad española parece haber olvidado: la presunción de inocencia.

Es sorprendente que, inmersos como estamos, en la llamada “sociedad de la información”, donde cualquier tragedia local –el descarrilamiento de un tren, el hundimiento de un edificio, la desaparición de un niño- es conocida al instante por millones y millones de personas, sea el rumor el que nos guíe a la hora de considerar las acciones o las omisiones del prójimo. Los dimes y diretes, el “bocaoreja”, el comadreo, campan a sus anchas por los yermos de una España resquebrajada, a la par, por la sequía y la ausencia de ideas.

Que la audiencia de ese hediondo patio de Monipodio, albañal de conciencias perturbadas, ridículamente llamado “Sálvame” -¿de quién?  ¿acaso de ellos mismos?- siga aumentando y haga rentables a los monigotes carísimos que componen su plantel de presentadores impresentables, es, por lo menos, alarmante. Y, puestos a comparar, no existe en la Europa que yo conozco, telebasura equivalente. Pero lo peor de lo peor es cuando programas que pretenden ser serios caen en el mismo vicio.

La Infanta, como cualquier otro ciudadano, está sujeta a la Ley; y si el juez no ha considerado necesaria su imputación, lo que tendríamos que hacer es callarnos, o, a lo sumo, alegrarnos de que no haya tenido que ver con los (presuntos) tejemanejes de su consorte. La decisión de un juez debería tener su valor –en otros países, donde rige el Estado de Derecho, lo tiene- pero, una vez más, en esto como en aquello, “España es diferente”.

Hay demasiadas “viejas del visillo” (y viejos…y viejos) husmeando por ahí. Aventando rumores y maledicencias. Y con ello sólo se consigue hacer parte del trabajo sucio de los que, por razones poco confesables, quieren desestabilizar la Institución Monárquica.

No es una columna periodística el lugar para tratar si en un futuro será preciso entrar a debatir sobre la forma de Estado que contempla la Constitución. Somos muchos los que, sin ser monárquicos a ciegas, preferimos una monarquía democrática y constitucional a una republica dominada por el nepotismo y los vaivenes políticos. No obstante, una gran mayoría de los que así opinamos, estaríamos de acuerdo con un eventual cambio de modelo; con que en vez de un Rey tuviéramos un Presidente, si esa fuera la voluntad popular, libremente expresada.

Lo que repugna es esa labor de zapa; de ir sembrando el camino de mentideros en los que se difunde la calumnia y la injuria.

José Mota -ese cirujano forense de “lo español”- ha creado la quintaesencia de lo que digo a través de un personaje: “la vieja del visillo”. Algo así como la horma del zapato de muchos.

Frente a ella,  hay otra vieja, la Blasa, que resignada exclama: “¡Ay, Señor: llévame pronto!”. (Tras haber elucubrado sobre la moscarda y la Teoría de la Relatividad)

La otra hora de José Mota

La “pena de telediario” no existe en el Código Penal
Luis del Palacio
miércoles, 7 de marzo de 2012, 08:01 h (CET)
La decisión del juez José Castro de dejar al margen a la Infanta Cristina del caso penal que se sigue contra su marido, Iñaki Urdangarín, no sólo no es arbitraria, sino que reafirma algo que una parte de la sociedad española parece haber olvidado: la presunción de inocencia.

Es sorprendente que, inmersos como estamos, en la llamada “sociedad de la información”, donde cualquier tragedia local –el descarrilamiento de un tren, el hundimiento de un edificio, la desaparición de un niño- es conocida al instante por millones y millones de personas, sea el rumor el que nos guíe a la hora de considerar las acciones o las omisiones del prójimo. Los dimes y diretes, el “bocaoreja”, el comadreo, campan a sus anchas por los yermos de una España resquebrajada, a la par, por la sequía y la ausencia de ideas.

Que la audiencia de ese hediondo patio de Monipodio, albañal de conciencias perturbadas, ridículamente llamado “Sálvame” -¿de quién?  ¿acaso de ellos mismos?- siga aumentando y haga rentables a los monigotes carísimos que componen su plantel de presentadores impresentables, es, por lo menos, alarmante. Y, puestos a comparar, no existe en la Europa que yo conozco, telebasura equivalente. Pero lo peor de lo peor es cuando programas que pretenden ser serios caen en el mismo vicio.

La Infanta, como cualquier otro ciudadano, está sujeta a la Ley; y si el juez no ha considerado necesaria su imputación, lo que tendríamos que hacer es callarnos, o, a lo sumo, alegrarnos de que no haya tenido que ver con los (presuntos) tejemanejes de su consorte. La decisión de un juez debería tener su valor –en otros países, donde rige el Estado de Derecho, lo tiene- pero, una vez más, en esto como en aquello, “España es diferente”.

Hay demasiadas “viejas del visillo” (y viejos…y viejos) husmeando por ahí. Aventando rumores y maledicencias. Y con ello sólo se consigue hacer parte del trabajo sucio de los que, por razones poco confesables, quieren desestabilizar la Institución Monárquica.

No es una columna periodística el lugar para tratar si en un futuro será preciso entrar a debatir sobre la forma de Estado que contempla la Constitución. Somos muchos los que, sin ser monárquicos a ciegas, preferimos una monarquía democrática y constitucional a una republica dominada por el nepotismo y los vaivenes políticos. No obstante, una gran mayoría de los que así opinamos, estaríamos de acuerdo con un eventual cambio de modelo; con que en vez de un Rey tuviéramos un Presidente, si esa fuera la voluntad popular, libremente expresada.

Lo que repugna es esa labor de zapa; de ir sembrando el camino de mentideros en los que se difunde la calumnia y la injuria.

José Mota -ese cirujano forense de “lo español”- ha creado la quintaesencia de lo que digo a través de un personaje: “la vieja del visillo”. Algo así como la horma del zapato de muchos.

Frente a ella,  hay otra vieja, la Blasa, que resignada exclama: “¡Ay, Señor: llévame pronto!”. (Tras haber elucubrado sobre la moscarda y la Teoría de la Relatividad)

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