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El nacionalismo ramplón tiene aborregada a su ciudadanía mediante herramientas de ingeniería social tan potentes como el control de los medios de comunicación

Miedo al nacionalismo

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Puede parecer una exageración propia de la subjetividad que a veces nos ciega, pero el suceso que voy a describir hoy es rigurosamente cierto. Hace algunos días tuve la oportunidad de departir en Barcelona con un funcionario de la Generalitat de Cataluña. El dato no sería más que una anécdota sin importancia que atañería a mi esfera privada si no fuera porque su historia demuestra el grado de vileza al que puede llegar el nacionalismo catalán.

Se llama J. Es la inicial que quiere utilizar para no revelar su identidad. Él, como otros tantos funcionarios que dedican su tiempo, su esfuerzo y su talento en la Generalitat de Cataluña se ve obligado a llevar una doble vida. Durante su jornada laboral, tiene que comulgar con el ideario nacionalista, hacérselo suyo, deleitarlo, disimular, creerse sus mitos y ser alguien que no es. Este es el precio de J. por formar parte del rebaño sin ser nacionalista. Y en Cataluña, y muchos somos conscientes de ello, la libertad se paga muy cara. Y J. lo sabe muy bien. La disidencia, tal y como me confiesa con un nudo en la garganta,  se suele pagar con la intimidación laboral y con estar en el punto de mira. Y cualquier error puede servir de excusa, para abrir un expediente, con la pertinente pérdida de empleo, sueldo o puesto de trabajo o traslado forzoso a un lugar remoto de la región. Qué triste que en esa Cataluña irreal que algunos se han empeñado en crear, la suave línea que divide un ideario libertario es tan imaginario que resulta toda una utopía, cuando no es inexistente.

Por suerte, cuando su jornada laboral se acaba, respira y puede vivir. Deja aparcado ese disfraz, pierde el miedo y se opone, aunque sea en silencio, a ese nacionalismo anacrónico que mutila a parte de la sociedad catalana. Es cuando sueña en que se acabe ese nacionalismo arcaico que quiere dividir a la otrora región de la libertad en terratenientes y forasteros. Y por supuesto, sueña con perder el miedo a ese nacionalismo cateto que separa entre buenos y malos y que pretende inventarse una nación para beneficiar a los oligarcas, amparándose en el victimismo con objeto de esconder su propia mediocridad.

Confieso que mientras regresaba a casa no dejaba de pensar en las palabras de J., en su mirada horrorizada y en su lucha sigilosa. Y me vino a la cabeza la magnífica película Fugitivos del terror rojo del maestro Elia Kazan. Y me di cuenta de la gran similitud que hay, con notables matices, entre lo que narra la película, la Checoslovaquia que cayó en poder de la Unión Soviética y lo que J. tiene que vivir cada día en la Cataluña virtual. Porque J., como Karel Cernik, el protagonista, comenzaba a ver cercenada su libertad. ¿Qué destino le esperaba a alguien que quisiera ser libre y al que las autoridades le exigían que propagase el ideario comunista? Pues no tenía otra opción que huir del país.

Es cierto que, en contraste con Cernik, J. no tiene que abandonar el lugar en el que vive. Eso sería antiestético para la causa y, por ende, no vendría el turismo. Pero cuando no hay libertad para disentir de la Cataluña oficial o existe el miedo a hacerlo, esa sociedad tiene un problema. Tal vez porque ese nacionalismo ramplón tiene aborregada a su ciudadanía mediante herramientas de ingeniería social tan potentes como el control de los medios de comunicación, ya sean públicos o concertados mediante las multimillonarias subvenciones y demás prebendas. Pero no solo gracias a los medios, sino con sustanciosas canonjías a entidades de todo tipo. No solo para asegurarse el sufragio so pena de sustentar a las oligarquías, sino lo que les es más eficaz, el acatamiento a su ideario. Me temo que mientras haya personas que, como J., tengan miedo a desafiar abiertamente al nacionalismo, concebido como el único credo patriótico, esa sociedad no será libre. Aunque presuma de ello.

Miedo al nacionalismo

El nacionalismo ramplón tiene aborregada a su ciudadanía mediante herramientas de ingeniería social tan potentes como el control de los medios de comunicación
Javier Montilla
miércoles, 15 de febrero de 2012, 08:09 h (CET)
Puede parecer una exageración propia de la subjetividad que a veces nos ciega, pero el suceso que voy a describir hoy es rigurosamente cierto. Hace algunos días tuve la oportunidad de departir en Barcelona con un funcionario de la Generalitat de Cataluña. El dato no sería más que una anécdota sin importancia que atañería a mi esfera privada si no fuera porque su historia demuestra el grado de vileza al que puede llegar el nacionalismo catalán.

Se llama J. Es la inicial que quiere utilizar para no revelar su identidad. Él, como otros tantos funcionarios que dedican su tiempo, su esfuerzo y su talento en la Generalitat de Cataluña se ve obligado a llevar una doble vida. Durante su jornada laboral, tiene que comulgar con el ideario nacionalista, hacérselo suyo, deleitarlo, disimular, creerse sus mitos y ser alguien que no es. Este es el precio de J. por formar parte del rebaño sin ser nacionalista. Y en Cataluña, y muchos somos conscientes de ello, la libertad se paga muy cara. Y J. lo sabe muy bien. La disidencia, tal y como me confiesa con un nudo en la garganta,  se suele pagar con la intimidación laboral y con estar en el punto de mira. Y cualquier error puede servir de excusa, para abrir un expediente, con la pertinente pérdida de empleo, sueldo o puesto de trabajo o traslado forzoso a un lugar remoto de la región. Qué triste que en esa Cataluña irreal que algunos se han empeñado en crear, la suave línea que divide un ideario libertario es tan imaginario que resulta toda una utopía, cuando no es inexistente.

Por suerte, cuando su jornada laboral se acaba, respira y puede vivir. Deja aparcado ese disfraz, pierde el miedo y se opone, aunque sea en silencio, a ese nacionalismo anacrónico que mutila a parte de la sociedad catalana. Es cuando sueña en que se acabe ese nacionalismo arcaico que quiere dividir a la otrora región de la libertad en terratenientes y forasteros. Y por supuesto, sueña con perder el miedo a ese nacionalismo cateto que separa entre buenos y malos y que pretende inventarse una nación para beneficiar a los oligarcas, amparándose en el victimismo con objeto de esconder su propia mediocridad.

Confieso que mientras regresaba a casa no dejaba de pensar en las palabras de J., en su mirada horrorizada y en su lucha sigilosa. Y me vino a la cabeza la magnífica película Fugitivos del terror rojo del maestro Elia Kazan. Y me di cuenta de la gran similitud que hay, con notables matices, entre lo que narra la película, la Checoslovaquia que cayó en poder de la Unión Soviética y lo que J. tiene que vivir cada día en la Cataluña virtual. Porque J., como Karel Cernik, el protagonista, comenzaba a ver cercenada su libertad. ¿Qué destino le esperaba a alguien que quisiera ser libre y al que las autoridades le exigían que propagase el ideario comunista? Pues no tenía otra opción que huir del país.

Es cierto que, en contraste con Cernik, J. no tiene que abandonar el lugar en el que vive. Eso sería antiestético para la causa y, por ende, no vendría el turismo. Pero cuando no hay libertad para disentir de la Cataluña oficial o existe el miedo a hacerlo, esa sociedad tiene un problema. Tal vez porque ese nacionalismo ramplón tiene aborregada a su ciudadanía mediante herramientas de ingeniería social tan potentes como el control de los medios de comunicación, ya sean públicos o concertados mediante las multimillonarias subvenciones y demás prebendas. Pero no solo gracias a los medios, sino con sustanciosas canonjías a entidades de todo tipo. No solo para asegurarse el sufragio so pena de sustentar a las oligarquías, sino lo que les es más eficaz, el acatamiento a su ideario. Me temo que mientras haya personas que, como J., tengan miedo a desafiar abiertamente al nacionalismo, concebido como el único credo patriótico, esa sociedad no será libre. Aunque presuma de ello.

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Me he criado en una familia religiosa, sin llegar a ser beata, que ha vivido muy de cerca la festividad del Jueves Santo desde siempre. Mis padres se casaron en Santo Domingo, hemos vivido en el pasillo del mismo nombre, pusimos nuestro matrimonio a los pies de la Virgen de la Esperanza, de la que soy hermano, y he llevado su trono durante 25 años.

 
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