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Una canción mala, un intérprete mediocre y una presentación hortera, califican la participación española en el festival de Eurovisión del 2017

El enésimo resbalón de España y TVE, en Eurovisión

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Como cada año, más por costumbre que por devoción, dedicamos la noche del pasado sábado a ver, una vez más, este festival eurovisivo que, milagrosamente, se va repitiendo una y otra vez a pesar de que muchos le venían augurando una vida corta. Como. Ave Fénix renace de sus cenizas cada vez con mayor brío gracias, en gran parte, a que los adelantos técnicos hacen de él un espectáculo vistoso, variado, ágil, entretenido y, evidentemente, de gran gancho popular si es que tenemos en consideración que la audiencia del pasado evento celebrado en Ucrania, ha sobrepasado los doscientos millones de conexiones. Es obvio que las grandes firmas de promociones de cantantes y editoras de discos, encuentran en las galas de Eurovisión una forma ideal de lanzar sus producciones a todo el mundo de una forma sencilla, vistosa y rentable para sus intereses económicos.

Sin embargo, si tenemos que referirnos a nuestra contribución de este año al concurso de Eurovisión tendremos que lamentar que, la canción española, “Do it for jour lover” y su autor, han constituido lo que podríamos denominar como el colmo de la incompetencia, la falta absoluta de visión de lo que priva en el mundo musical actual y una de las estafas mayores que se les podría hacer al buen gusto, la sensibilidad, el oído y el orgullo patrio que se les podría hacer a los eurovidentes nacionales. Cualquier simple espectador que hubiera tenido la humorada de escuchar semejante bodrio, se reiteraría en el convencimiento de que es casi imposible conseguir hacerlo peor. Año tras año, se empeñan en enviar, para que nos represente, al festival de la canción europea ( aunque parece que esta circunstancia ya no es esencial debido a que se dio paso a un representante del continente australiano), a intérpretes y autores musicales noveles, la calidad de cuyas obras es evidente que no reúnen el mínimo de condiciones que serían exigibles para evitar hacer el ridículo, si es que debemos fiarnos de los pésimos resultados que nuestras participaciones han venido cosechando desde que en 1969, por última vez, España se hizo con el galardón europeo con la canción “Vivo cantando”, interpretada por la cantante Salomé. Es obvio que 40 años debería ser suficiente para que los directivos de la cadena estatal se plantearan cambiar el procedimiento de elección, las personas encargadas de hacerlo, el sistema de promoción, la puesta en escena y el hecho incontrovertible de que el fiarse del gusto del público, de la gran masa, no es lo más aconsejable cuando se trata de buscar algo de calidad, que destaque, que logre interesar y que, a la vez, se pueda escuchar con agrado.

Es evidente que los intereses de las empresas distribuidoras y productoras tienen una importancia capital, pero cuando hablamos de una cadena pública, que representa al pueblo español, que se juega el prestigio en toda Europa y que, año tras año, viene fracasando estrepitosamente, no sólo en la elección del tema, tampoco en la del intérprete pero, incluso, teniendo en España verdaderos expertos en técnicas de efectos especiales, no se ha conseguido, ni siquiera, crear una presentación en escena medianamente aceptable. Ya no hablemos de esta moda, propia de los países que carecen de un idioma propio que se hable en todo el mundo, como es el caso español que tenemos la suerte de que, el castellano, lo hablen 600 millones de personas; de permitir que nuestra intervención en el festival de Eurovisión sea en el idioma inglés, cuando es evidente que países que están orgullosos de su idioma, como son Francia e Italia y otras pequeñas naciones de idioma ruso, hayan utilizado sus lenguas nacionales sin que ello les haya quitado brillo a sus respectiva interpretaciones; todo lo contrario de lo que ha ocurrido con la canción española, cantada en inglés, que no ha conseguido más que cinco puntos ( y en la votación popular y no en la de expertos, en la que no fuimos capaces de lograr ni uno solo). Este muchacho, Manel Navarro, catalán de Sabadell, que después de quedar el último en número de votos (sólo 5 y de la votación popular), no sólo erró en su presentación, su forma de moverse en el escenario, sino que, en plena actuación ante un público mundial, se permitió un “gallo” que hubiera bastado para que le echaran del recinto a patadas. ¿No había en España alguien con mejor preparación, alguna canción con una melodía más armoniosa o una letra más atractiva? Y, por si faltara algo a este despropósito colectivo, el muchacho tuvo la ocurrencia de declarar que “la experiencia le había resultado satisfactoria” ¡pues, si llega a ganar, habría que haberle oído!

En TV1 debieran hacérselo mirar. El dinero que se invierte en toda la parafernalia que rodea a un evento semejante no es poco y, como se sabe, procede de los PGE o, lo que es lo mismo, del bolsillo de todos los españoles que contribuyen con sus impuestos a su financiación y no de la publicidad, de los socios o accionistas, como ocurre con las cadenas privadas. La obligación del presidente del ente y de quienes tienen a su cargo la organización de nuestra participación en el concurso de Eurovisión, es la de administrar, como diría el Derecho Romano, “con la diligencia de un buen padre de familia”, lo que, a la vista de los pésimos resultados obtenidos en los últimos 40 años de participación, nos hace sospechar que no ha sido así. Si, por antigüedad y no por otros méritos, España está dispensada de tener que ganarse pasar a la final, a través de las dos galas eliminatorias preliminares; deberemos reconocer que ha sido una gran injusticia para muchas de las naciones que quedaron eliminadas en las semifinales que, sin duda alguna, tenían canciones de una categoría muy superior a la presentada por España.

El reverso de la medalla: Portugal. Desde 1964 que los portugueses vienen participando en Eurovisión se puede decir que hasta ayer, sus méritos eran más bien escasos sin que hubieran conseguido ni un solo triunfo, con lo que se la podía calificar como la Cenicienta de los participantes en dicho evento. Ha tenido que ser un chico joven, un cantante de aspecto enfermizo y gestos minimalistas y su hermana, la autora de la canción, una deliciosa melodía intimista, cargada de ternura, más susurrada que cantada y que, sin embargo, ha tenido la virtud de ganarse los corazones de una inmensa mayoría de los espectadores de la gala eurovisiva. Sin duda, Salvador Sobral y sus asesores, han sabido prescindir de adornos, alaracas y efectos especiales para centrarse en lo importante, en su canción, recitada con la delicadeza de quien acaricia con suavidad y cuidado los pétalos de una rosa, para que su aroma surja embriagador, sin dañarla, para penetrar, casi sin que uno lo pudiera apreciar, en lo profundo de los sentimientos más íntimos de quienes la escucharon, con un silencio religioso y dentro de un ambiente sobrio, casi monacal, a través de la voz y ternura de un poeta de la canción, representado por este muchacho, Salvador, hijo de la vecina Portugal. Hay que felicitar, en esta ocasión, a los portugueses que, seguramente, hoy estarán orgullosos de haber sabido, como pocas veces ocurre en Eurovisión, acaparar, pese a haber cantado en portugués, los votos de millones de personas que se sintieron sorprendidas de que, dentro de tanta vulgaridad, repetición, falta de ingenio y calidad, surgiera, inesperadamente, aquel diamante de sensibilidad humana, de la garganta de quien supo darle aquel efecto mágico. ¡Felicidades!

En ocasiones los maestros debieran fijarse más en lo que dicen los alumnos y los padres escuchar más a los hijos. Este año, los portugueses, nos han dado una lección a los españoles enseñándonos con su humildad, saber hacer y recursos, que no siempre es fanfarroneando, hinchando pecho o presumiendo de superioridad, como se consigue ganar en las cuestiones de la vida. Debiéramos aprender de ellos que, la fragancia de una flor, una simple violeta que crece al borde de un camino, puede encerrar más belleza en su humildad que una puesta de sol en toda su grandiosidad.

O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, en esta ocasión hemos dejado la política aparte para comentar las dos vertientes de esta gran gala que es el Festival de Eurovisión, desde los méritos de la canción vencedora y de su intérprete y las vergüenzas de la perdedora y su intérprete, en este caso, por desgracia, la nuestra. ¡Qué vamos a hacerle, la vida es así!

El enésimo resbalón de España y TVE, en Eurovisión

Una canción mala, un intérprete mediocre y una presentación hortera, califican la participación española en el festival de Eurovisión del 2017
Miguel Massanet
lunes, 15 de mayo de 2017, 08:31 h (CET)
Como cada año, más por costumbre que por devoción, dedicamos la noche del pasado sábado a ver, una vez más, este festival eurovisivo que, milagrosamente, se va repitiendo una y otra vez a pesar de que muchos le venían augurando una vida corta. Como. Ave Fénix renace de sus cenizas cada vez con mayor brío gracias, en gran parte, a que los adelantos técnicos hacen de él un espectáculo vistoso, variado, ágil, entretenido y, evidentemente, de gran gancho popular si es que tenemos en consideración que la audiencia del pasado evento celebrado en Ucrania, ha sobrepasado los doscientos millones de conexiones. Es obvio que las grandes firmas de promociones de cantantes y editoras de discos, encuentran en las galas de Eurovisión una forma ideal de lanzar sus producciones a todo el mundo de una forma sencilla, vistosa y rentable para sus intereses económicos.

Sin embargo, si tenemos que referirnos a nuestra contribución de este año al concurso de Eurovisión tendremos que lamentar que, la canción española, “Do it for jour lover” y su autor, han constituido lo que podríamos denominar como el colmo de la incompetencia, la falta absoluta de visión de lo que priva en el mundo musical actual y una de las estafas mayores que se les podría hacer al buen gusto, la sensibilidad, el oído y el orgullo patrio que se les podría hacer a los eurovidentes nacionales. Cualquier simple espectador que hubiera tenido la humorada de escuchar semejante bodrio, se reiteraría en el convencimiento de que es casi imposible conseguir hacerlo peor. Año tras año, se empeñan en enviar, para que nos represente, al festival de la canción europea ( aunque parece que esta circunstancia ya no es esencial debido a que se dio paso a un representante del continente australiano), a intérpretes y autores musicales noveles, la calidad de cuyas obras es evidente que no reúnen el mínimo de condiciones que serían exigibles para evitar hacer el ridículo, si es que debemos fiarnos de los pésimos resultados que nuestras participaciones han venido cosechando desde que en 1969, por última vez, España se hizo con el galardón europeo con la canción “Vivo cantando”, interpretada por la cantante Salomé. Es obvio que 40 años debería ser suficiente para que los directivos de la cadena estatal se plantearan cambiar el procedimiento de elección, las personas encargadas de hacerlo, el sistema de promoción, la puesta en escena y el hecho incontrovertible de que el fiarse del gusto del público, de la gran masa, no es lo más aconsejable cuando se trata de buscar algo de calidad, que destaque, que logre interesar y que, a la vez, se pueda escuchar con agrado.

Es evidente que los intereses de las empresas distribuidoras y productoras tienen una importancia capital, pero cuando hablamos de una cadena pública, que representa al pueblo español, que se juega el prestigio en toda Europa y que, año tras año, viene fracasando estrepitosamente, no sólo en la elección del tema, tampoco en la del intérprete pero, incluso, teniendo en España verdaderos expertos en técnicas de efectos especiales, no se ha conseguido, ni siquiera, crear una presentación en escena medianamente aceptable. Ya no hablemos de esta moda, propia de los países que carecen de un idioma propio que se hable en todo el mundo, como es el caso español que tenemos la suerte de que, el castellano, lo hablen 600 millones de personas; de permitir que nuestra intervención en el festival de Eurovisión sea en el idioma inglés, cuando es evidente que países que están orgullosos de su idioma, como son Francia e Italia y otras pequeñas naciones de idioma ruso, hayan utilizado sus lenguas nacionales sin que ello les haya quitado brillo a sus respectiva interpretaciones; todo lo contrario de lo que ha ocurrido con la canción española, cantada en inglés, que no ha conseguido más que cinco puntos ( y en la votación popular y no en la de expertos, en la que no fuimos capaces de lograr ni uno solo). Este muchacho, Manel Navarro, catalán de Sabadell, que después de quedar el último en número de votos (sólo 5 y de la votación popular), no sólo erró en su presentación, su forma de moverse en el escenario, sino que, en plena actuación ante un público mundial, se permitió un “gallo” que hubiera bastado para que le echaran del recinto a patadas. ¿No había en España alguien con mejor preparación, alguna canción con una melodía más armoniosa o una letra más atractiva? Y, por si faltara algo a este despropósito colectivo, el muchacho tuvo la ocurrencia de declarar que “la experiencia le había resultado satisfactoria” ¡pues, si llega a ganar, habría que haberle oído!

En TV1 debieran hacérselo mirar. El dinero que se invierte en toda la parafernalia que rodea a un evento semejante no es poco y, como se sabe, procede de los PGE o, lo que es lo mismo, del bolsillo de todos los españoles que contribuyen con sus impuestos a su financiación y no de la publicidad, de los socios o accionistas, como ocurre con las cadenas privadas. La obligación del presidente del ente y de quienes tienen a su cargo la organización de nuestra participación en el concurso de Eurovisión, es la de administrar, como diría el Derecho Romano, “con la diligencia de un buen padre de familia”, lo que, a la vista de los pésimos resultados obtenidos en los últimos 40 años de participación, nos hace sospechar que no ha sido así. Si, por antigüedad y no por otros méritos, España está dispensada de tener que ganarse pasar a la final, a través de las dos galas eliminatorias preliminares; deberemos reconocer que ha sido una gran injusticia para muchas de las naciones que quedaron eliminadas en las semifinales que, sin duda alguna, tenían canciones de una categoría muy superior a la presentada por España.

El reverso de la medalla: Portugal. Desde 1964 que los portugueses vienen participando en Eurovisión se puede decir que hasta ayer, sus méritos eran más bien escasos sin que hubieran conseguido ni un solo triunfo, con lo que se la podía calificar como la Cenicienta de los participantes en dicho evento. Ha tenido que ser un chico joven, un cantante de aspecto enfermizo y gestos minimalistas y su hermana, la autora de la canción, una deliciosa melodía intimista, cargada de ternura, más susurrada que cantada y que, sin embargo, ha tenido la virtud de ganarse los corazones de una inmensa mayoría de los espectadores de la gala eurovisiva. Sin duda, Salvador Sobral y sus asesores, han sabido prescindir de adornos, alaracas y efectos especiales para centrarse en lo importante, en su canción, recitada con la delicadeza de quien acaricia con suavidad y cuidado los pétalos de una rosa, para que su aroma surja embriagador, sin dañarla, para penetrar, casi sin que uno lo pudiera apreciar, en lo profundo de los sentimientos más íntimos de quienes la escucharon, con un silencio religioso y dentro de un ambiente sobrio, casi monacal, a través de la voz y ternura de un poeta de la canción, representado por este muchacho, Salvador, hijo de la vecina Portugal. Hay que felicitar, en esta ocasión, a los portugueses que, seguramente, hoy estarán orgullosos de haber sabido, como pocas veces ocurre en Eurovisión, acaparar, pese a haber cantado en portugués, los votos de millones de personas que se sintieron sorprendidas de que, dentro de tanta vulgaridad, repetición, falta de ingenio y calidad, surgiera, inesperadamente, aquel diamante de sensibilidad humana, de la garganta de quien supo darle aquel efecto mágico. ¡Felicidades!

En ocasiones los maestros debieran fijarse más en lo que dicen los alumnos y los padres escuchar más a los hijos. Este año, los portugueses, nos han dado una lección a los españoles enseñándonos con su humildad, saber hacer y recursos, que no siempre es fanfarroneando, hinchando pecho o presumiendo de superioridad, como se consigue ganar en las cuestiones de la vida. Debiéramos aprender de ellos que, la fragancia de una flor, una simple violeta que crece al borde de un camino, puede encerrar más belleza en su humildad que una puesta de sol en toda su grandiosidad.

O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, en esta ocasión hemos dejado la política aparte para comentar las dos vertientes de esta gran gala que es el Festival de Eurovisión, desde los méritos de la canción vencedora y de su intérprete y las vergüenzas de la perdedora y su intérprete, en este caso, por desgracia, la nuestra. ¡Qué vamos a hacerle, la vida es así!

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Al fin, el sistema educativo (aunque fundamentalmente lo es, o habría de serlo, de enseñanza-aprendizaje) está dentro de una dinámica social y en su transcurrir diario forja futuros ciudadanos con base en unos valores imperantes de los que es complicado sustraerse. Desde el XIX hasta nuestros días dichos valores han estado muy influenciados por la evolución de la ética económico-laboral, a la que Jorge Dioni López se refería afinadamente en un artículo.

Acaba de fallecer Joe Lieberman, con 82 años, senador estadounidense por Connecticut durante cuatro mandatos antes de ser compañero de Al Gore en el año 2000. Desde que se retiró en 2013 retomó su desempeño en la abogacía en American Enterprise Institute y se encontraba estrechamente vinculado al grupo político No Label (https://www.nolabels.org/ ) y que se ha destacado por impulsar políticas independientes y centristas.

Me he criado en una familia religiosa, sin llegar a ser beata, que ha vivido muy de cerca la festividad del Jueves Santo desde siempre. Mis padres se casaron en Santo Domingo, hemos vivido en el pasillo del mismo nombre, pusimos nuestro matrimonio a los pies de la Virgen de la Esperanza, de la que soy hermano, y he llevado su trono durante 25 años.

 
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