Por ejemplo, no tenemos la menor idea de qué y cómo sucedió con las culturas humanas en la época protohistórica y antediluviana (que es el mayor espacio histórico que consideramos), o, ya en el periodo puramente histórico, quiénes fueron los teotihuacanos o los tihuanacos, qué acaeció con Jesucristo desde su encuentro con los doctores del templo hasta su reaparición mesiánica veinte años después, qué hablaron Atila y el Papa León I en las orillas del Po para que el Azote de Dios se diera la vuelta con sus huestes y respetara Roma, qué pacto tenía Churchill con Hitler para que los nazis no llevaran a cabo contra toda lógica la invasión de Gran Bretaña,o aún qué sucedió en rigurosa veracidad con nuestra propia guerra civil.
La Historia, en realidad, no son más que algunos datos sueltos y desperdigados sin apenas criterio en un inmenso papel en blanco. Ni siquiera son rigurosamente ciertos la mayoría de esos datos, cayendo sobre muchos de ellos la sospecha de que fueron confeccionados para urdir un falso pasado que sirviera a un presente concreto o a un futuro promisorio… para algunos. Y todo ello, claro, por no entrar en la realidad de las conquistas, las batallas o las descripciones de los poderosos de turnos, llegándose a saber que la misma batalla fue ganada por ambos ejércitos combatientes como si tal cosa, y aquí no ha pasado nada. En definitiva, la Historia apenas si es un garabato confuso de lo sucedido con la aventura humana o del planeta, por más que haya cientos, miles, millones de historiadores que con lo más granado de su talento han procurado adentrarse en las calígines del pretérito para husmear por sus siniestros renglones en busca un mota de verdad. Pero cuando alguno lo ha conseguido, los demás, celosos y resentidos, lo han desmentido y han ridiculizado a quien osó perturbar la sangrada ignorancia del ayer y su sepulcral silencio de datos.
Ignoramos la mayor parte de nuestra Historia Universal como desconocemos la inmensa mayoría de los sucesos de nuestra Historia Contemporánea. Nada sabemos, y, en muchos casos –perdóneseme la ignorancia-, mejor sería para todos que olvidáramos lo que sabemos y lo condenáramos al silencio o a la nada. Cuando en algún momento del futuro sesudos historiadores se detengan en este hoy tan nuestro que considera desde la muerte de Franco y el establecimiento de la democracia hasta nuestros días, mejor sería que no encontraran ni un dato, que se enfrentaran a un vacío absurdo o a un silencio incomprensible. Mejor que supongan a que sepan que perdimos el rumbo, que fuimos gobernados –por elección popular- por los más estultos hombres posibles, que endiosamos frikis, putas, corruptos, esperpentos, golfos, pillos, mafiosos, delincuentes, criminales y todo tipo de seres abyectos, entretanto a lo mejor y más granado de los hombres los sumergimos en la miseria, el desempleo, la marginalidad y la rabia, sometiéndolos con leyes ridículas a un imperio de la muerte y a la idiocia de los torpes –por decir lo menos- ministros de turno, en una apoteosis de la perversidad. Un periodo en el que la Cultura fue negocio y nada importaba de la cultura, en que el poder era negocio y nada importaba la organización social, en que más valía la vida de un criminal, un pedófilo o un terrorista que la vida de un ciudadano y aún la de un niño.
Mejor, según lo veo, el vacío histórico. Ya fue lo que ha sido, y es por sí mismo un dolor inenarrable que alguien como Zapatero pueda haber llegado a Presidente -¡qué vergüenza!-, que alguien como Pajín -¡qué humillación!- haya podido llegar a ser ministra de lo que sea, que Sinde, Trinidad Jiménez, Bibiana Aído, Fernández de la Vega, Sebastián, Rubalcaba, Conde Pumpido, Solchaga, Felipe González, Boyer y todo esa inacabable –para nuestra ignominia- caterva de personajes, haya podido tener en sus manos, de alguna manera, la que sea, el destino de España y con él nuestro propio destino... sin rebeldía. No es para sentir vergüenza, sino para considerar que una insalvable lacra como ésta nos restaría credibilidad como sociedad o como país para el resto de nuestros días, no importa cuánto tiempo tardara en concluirse la Historia misma.
Hemos llegado demasiado lejos, y no sólo en el ámbito político. La basura, la estolidez y la corrupción que a borbotones ha chorreado desde el pináculo del poder, fue ensopando nuestra cultura convirtiéndola en ridícula, nuestro arte y convirtiéndolo en esperpéntico y nuestra moral, convirtiéndola en aberrante. Hemos llegado tan, tan lejos, que, si tuviéramos un ataque de lucidez o nada más que fuéramos capaces por un fugaz instante de comprender qué tan bajo hemos caído, lo único que podríamos hacer para redimirnos de nosotros mismos sería arrancar todas estas páginas de la Historia, quemarlas y jurar a las generaciones futuras que no sabemos qué pasó con estos años, que sufrimos una especie de desmemoria colectiva. O aún, siendo sinceros a tumba abierta con ellos, confesarles que nos cegó la soberbia y que nos equivocamos, que pudimos elegir a los buenos y pusimos en el poder a los malos, que pudimos elegir la belleza y nos quedamos con la fealdad y que nos pudimos llenar pero que nos vaciamos. Un vacío histórico que, especialmente, nos disolvió en mucho menos que la nada a casi todos. Mejor, ya digo, arrancar ahora estos treinta años de páginas de un tajo y olvidarlos, y comenzar mañana como si ese tiempo nunca hubiera pasado. Más cuenta nos tiene.
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