Siglo XXI. Diario digital independiente, plural y abierto. Noticias y opinión
Viajes y Lugares Tienda Siglo XXI Grupo Siglo XXI
21º ANIVERSARIO
Fundado en noviembre de 2003
Libros
Etiquetas | Bajo la influencia
Vigencia de las narraciones clásicas

Cuentos de hadas

|

Los llamados cuentos de hadas se explican desde hace cientos de años. Al principio, eran narraciones que se utilizaban entre adultos, para facilitar la pesadez de las tareas domésticas, aunque pronto se descubrió su utilidad en la educación de los niños y se adaptaron algunas de sus tramas y de sus personajes al mundo infantil.

Cuentos como La caperucita roja, Los tres cerditos o Hansel y Gretel siguen contándose a día de hoy, versionándose o adaptándose a la gran pantalla, quizás se debe a lo que nos dice Bruno Bettelheim en Psicoanálisis de los cuentos de hadas: “En realidad, a nivel manifiesto, los cuentos de hadas enseñan bien poco sobre las condiciones específicas de la vida moderna en la sociedad de masas (…) Sin embargo, de ellos se puede aprender mucho más sobre los problemas internos de los seres humanos, y sobre las soluciones correctas a sus dificultades en cualquier sociedad, que a partir de otro tipo de historias al alcance de la comprensión del niño”.

Los cuentos de hadas forjan en los niños referentes, modelos y un determinado sentido de lo que está bien o de lo que está mal, “modelan nuestros códigos de comportamiento y líneas de desarrollo, al igual que nos proporcionan términos con los que reflexionar sobre lo que ocurre en nuestro mundo”, según Maria Tatar en Los cuentos de hadas clásicos anotados.

Sus historias son universales y muchas de ellas imperecederas, aunque los “códigos de comportamiento” que en ellas se reflejan nos resulten hoy, en algunos casos, no menos que desconcertantes. Véase el cuento Griseldis, compilado por Perrault en el siglo XVII, en el que la obediencia de la esposa hacia el marido es puesta a prueba más allá de toda racionalidad, incurriendo en un siniestro crescendo de maltratos psicológicos de toda índole. La obediencia y abnegación de la mujer, su buena predisposición para las tareas domésticas junto a su recato y virtud eran requisitos indispensables de las prometidas o esposas de cuentos de final feliz que nos legaron tanto Perrault como los Hnos. Grimm o Andersen.

Por todos es conocido el modelo del príncipe que rescata a la princesa y viven felices y comen perdices. En raras ocasiones es la princesa quien va en busca del príncipe, aunque hay excepciones tal como ejemplifica el cuento Al Este del sol y al Oeste de la luna, que tiene una heroína por protagonista, si bien es cierto que ésta tendrá que demostrar su valía al término de la narración limpiando una mancha de cera de la camisa del príncipe.

Seguimos creciendo con ciertos modelos de los que conviene revisar su vigencia, y no solo en el texto escrito, también en la narración cinematográfica. Aquéllos que levantaron su niñez durante los años 80 recoradarán el impacto que tuvieron en su infancia las series y películas de Disney, así como aquellos films entonces flamantes e incluso polémicos, me estoy refiriendo a películas como Pretty Woman o Dirty Dancing. La primera expone la problemática de encontrar príncipes azules en la ciudad contemporánea, aunque asume sin complejos su hiperbólica adscripción al cuento de hadas, que resitúa y magnifica en el contexto de Hollywood. La segunda observa el despertar sexual de una chica cuyo caballero –de aspecto malote pero de alma noble- la librará de su coercitiva familia.

Romanticismo y roles han llenado nuestras narraciones desde la más tierna infancia. Que nadie me malinterprete, Pretty Woman me parece tan nociva como divertida y maravillosa y Dirty Dancing no dejará nunca de ser una perla ochentera, parte de nuestra memoria. Pero me preguntom por el impacto real de todas esas historias en nuestra parte consciente y en la inconsciente, en cómo nos han afectado a la hora de lidiar con las relaciones reales y tangibles, en cómo buscar narrativas fuertes y complejas –no limpias y digeridas- que al mismo tiempo subviertan algunos de los modos y maneras, de los códigos de comportamiento poco saludables que arrastramos desde hace cientos de años, transmitidos con parsimonia de una generación a la siguiente.

Cuentos de hadas

Vigencia de las narraciones clásicas
Ana Rodríguez
viernes, 17 de junio de 2011, 08:56 h (CET)
Los llamados cuentos de hadas se explican desde hace cientos de años. Al principio, eran narraciones que se utilizaban entre adultos, para facilitar la pesadez de las tareas domésticas, aunque pronto se descubrió su utilidad en la educación de los niños y se adaptaron algunas de sus tramas y de sus personajes al mundo infantil.

Cuentos como La caperucita roja, Los tres cerditos o Hansel y Gretel siguen contándose a día de hoy, versionándose o adaptándose a la gran pantalla, quizás se debe a lo que nos dice Bruno Bettelheim en Psicoanálisis de los cuentos de hadas: “En realidad, a nivel manifiesto, los cuentos de hadas enseñan bien poco sobre las condiciones específicas de la vida moderna en la sociedad de masas (…) Sin embargo, de ellos se puede aprender mucho más sobre los problemas internos de los seres humanos, y sobre las soluciones correctas a sus dificultades en cualquier sociedad, que a partir de otro tipo de historias al alcance de la comprensión del niño”.

Los cuentos de hadas forjan en los niños referentes, modelos y un determinado sentido de lo que está bien o de lo que está mal, “modelan nuestros códigos de comportamiento y líneas de desarrollo, al igual que nos proporcionan términos con los que reflexionar sobre lo que ocurre en nuestro mundo”, según Maria Tatar en Los cuentos de hadas clásicos anotados.

Sus historias son universales y muchas de ellas imperecederas, aunque los “códigos de comportamiento” que en ellas se reflejan nos resulten hoy, en algunos casos, no menos que desconcertantes. Véase el cuento Griseldis, compilado por Perrault en el siglo XVII, en el que la obediencia de la esposa hacia el marido es puesta a prueba más allá de toda racionalidad, incurriendo en un siniestro crescendo de maltratos psicológicos de toda índole. La obediencia y abnegación de la mujer, su buena predisposición para las tareas domésticas junto a su recato y virtud eran requisitos indispensables de las prometidas o esposas de cuentos de final feliz que nos legaron tanto Perrault como los Hnos. Grimm o Andersen.

Por todos es conocido el modelo del príncipe que rescata a la princesa y viven felices y comen perdices. En raras ocasiones es la princesa quien va en busca del príncipe, aunque hay excepciones tal como ejemplifica el cuento Al Este del sol y al Oeste de la luna, que tiene una heroína por protagonista, si bien es cierto que ésta tendrá que demostrar su valía al término de la narración limpiando una mancha de cera de la camisa del príncipe.

Seguimos creciendo con ciertos modelos de los que conviene revisar su vigencia, y no solo en el texto escrito, también en la narración cinematográfica. Aquéllos que levantaron su niñez durante los años 80 recoradarán el impacto que tuvieron en su infancia las series y películas de Disney, así como aquellos films entonces flamantes e incluso polémicos, me estoy refiriendo a películas como Pretty Woman o Dirty Dancing. La primera expone la problemática de encontrar príncipes azules en la ciudad contemporánea, aunque asume sin complejos su hiperbólica adscripción al cuento de hadas, que resitúa y magnifica en el contexto de Hollywood. La segunda observa el despertar sexual de una chica cuyo caballero –de aspecto malote pero de alma noble- la librará de su coercitiva familia.

Romanticismo y roles han llenado nuestras narraciones desde la más tierna infancia. Que nadie me malinterprete, Pretty Woman me parece tan nociva como divertida y maravillosa y Dirty Dancing no dejará nunca de ser una perla ochentera, parte de nuestra memoria. Pero me preguntom por el impacto real de todas esas historias en nuestra parte consciente y en la inconsciente, en cómo nos han afectado a la hora de lidiar con las relaciones reales y tangibles, en cómo buscar narrativas fuertes y complejas –no limpias y digeridas- que al mismo tiempo subviertan algunos de los modos y maneras, de los códigos de comportamiento poco saludables que arrastramos desde hace cientos de años, transmitidos con parsimonia de una generación a la siguiente.

Noticias relacionadas

En una casona antigua y desolada, en el centro de la sala se encontraba un espejo de un metro de alto y cincuenta centímetros de ancho, montado y sostenido por una linda mesita antigua. En él convergían las articulaciones de todos los espacios.

Cuenta Irene Vallejo que San Agustín se quedó absolutamente perplejo al ver al obispo de Milán leyendo para sí mismo, al ver cómo “sus ojos transitaban por las páginas, pero su lengua callaba”. La anécdota la usa la escritora —siempre elegante, delicada y tensa— para argumentar que, hasta bien entrada la Edad Media, la lectura se hacía solo en voz alta, de ahí la extrañeza del filósofo, que veía, por primera vez, un lector tal como nosotros lo imaginamos.

Me veo en el espejo y veo el tiempo, que en el silencio, ya no muere. Mi rostro lleno de quebrantos, arrugas en mis ojos, en mis labios.

 
Quiénes somos  |   Sobre nosotros  |   Contacto  |   Aviso legal  |   Suscríbete a nuestra RSS Síguenos en Linkedin Síguenos en Facebook Síguenos en Twitter   |  
© Diario Siglo XXI. Periódico digital independiente, plural y abierto | Director: Guillermo Peris Peris
© Diario Siglo XXI. Periódico digital independiente, plural y abierto