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Duelo en el Paraíso

Os pido, por favor, que seáis tan amables de utilizar este artículo en vez del anterior, pues había en él un par errores. Gracias.
Ángel Ruiz Cediel
miércoles, 8 de junio de 2011, 06:53 h (CET)
El mismo año que nací, Juan Goytisolo escribió una obra que años después me conmocionaría: Duelo en el Paraíso. La historia refiere con una magistral prosa los avatares de un grupo de niños huérfanos, refugiados de la guerra civil que se libra en España, los cuales llegan a una finca del Pirineo catalán, El Paraíso, donde, emulando a la crueldad de sus mayores, comienzan a jugar a la guerra, pero que es tal el entusiasmo que van poniendo en su juego que la guerra termina no sólo por convertirse en una realidad para ellos, sino que en su imitación de la crueldad de sus mayores llegan a dar muerte a otro niño de un pueblo vecino.

Una tragedia, en fin, narrada de una manera magistral, cuyo alcance bien encuentra acomodo en estos nuestros días en que muchos jóvenes, que ni siquiera estaban ideados cuando aquellos sangrientos y deplorables episodios se dieron, empuñan con enorme emoción banderas y consignas que sólo sirvieron para abrir de par las puertas del infierno y sembrar de odio y muerte todos los páramos de esta vieja piel de toro y llenar de rencor todos los corazones. Amarga leche han mamado estos jovenzuelos que así se manifiestan, y, en su vehemente pasión sin más base que la herencia del rencor, bien pudiera ser que volvieran a convertir El Paraíso en un campo de batalla.

Quienes tenemos algunos años ya, aunque no tantos, y nos dedicamos a la bellísima e ingrata Literatura, hemos sentido alguna o algunas veces la inclinación o la necesidad de escribir sobre aquella guerra. No; tampoco nosotros la vivimos, aunque sí saboreamos con displicencia el hueso descarnado de aquella posguerra que, con regusto de hambre, sucedáneos y férrea disciplina, tuvimos que roer con nuestros dientes de leche. Y más que eso, tuvimos que crecer a la vez en dos Españas raladas por el odio, la de la casa y la de la escuela, la de las batallas inacabadas y el hedor de las cárceles y la de los santos curas que nos atizaban las ascuas del Infierno, exigiéndonos cada cual por propiedad un pedazo de nuestra alma. Fe y credo, azul y rojo, lealtad con el cuerpo o con el alma, nos descuartizaron, metiéndonos irregulares dosis de efusión combativa y de negro rencor en las faltriqueras o cargando los cabases o las mochilas que tanto tiempo cargamos con una condena que no era nuestra.

Algunos, digo, nos echamos a la perdición de las letras, que es decir del pensamiento abierto de par en par a la verdad aunque duela, al sinsabor de comprender qué y por qué, y, lo que es peor, para qué. Y escribimos sobre ello, claro, sobre la guerra y la oscuridad del rencor, sobre la vida y la muerte, sobre la Fe y el credo, tomando partido o creyendo que lo tomábamos al tiempo que pagábamos nuestra cuota de honor con los nuestros devolviéndoles en parte algo de lo que creen que perdieron al derribar con nuestros gritos y nuestras banderas proscritas el franquismo a costa de sangre, en aquellos años en que empuñar una bandera no oficial o dar un grito contra el Régimen significaba dar licencia para matar a las balas, dejando no pocos su piel y su aliento en el anónimo asfalto, el mismo anonimato en el que hoy persisten, si es que no se han reencarnado y vuelven a las mismas. La cosa, en fin, es que escribimos sobre ello, sobre la guerra, digo, y en alguna parte escribí, creo que en Una flor en el Infierno: “La guerra comienza siempre en las tabernas.” Y digo tabernas como digo fiesta, como digo toro al que se cita para mostrar una entereza de varón que cumple un rito milenario de cara a su comunidad o su hembra. Toro, que cuando se gira y clava sus fríos ojos en quien lo reclama, cuando escarba con la pata en la arena y bufa, cuando se arranca en loca carrera, los tendidos callan porque ya no hay Dios que lo pare, y sólo se puede resolver el dilema con la muerte o el quite milagroso, pero siempre dejando ensangrentada la tierra.

Hoy, muchos jóvenes quieren y reclaman su oportunidad en aquella guerra, su Duelo en El Paraíso, y blanden banderas y empuñan consignas y se llenan de un odio que no es su odio, sino el destilado de un rencor que es la más negra herencia. Sabios, catedráticos y políticos de corazón resentido alientan su furia diciendo que la comprenden, cuando ni ellos mismos pueden hablar de aquel dolor todavía sin que sus heridas heredadas se abran y sangren, sus ojos se constriñan en un guiño amargo y sus dientes se aprieten de rabia por el afán de venganza.

Dicen que un trauma está superado cuando se puede hablar con él sin dolor ni rencor, abiertamente; pero nuestro trauma no está superado por muchos, quienes le han amamantado con la leche de su odio y sus sueños de revancha. Ni siquiera en el papel de los libros de texto, setenta años después, se puede hablar de ello en el colegio a las nuevas generaciones; y ni aún los adultos, quienes no lo vivieron tampoco, pueden conversar con serenidad de aquel conflicto fraticida o escuchar siquiera nombres contrarios a sus credos, si es que no son para el vituperio. Nada, nada hemos aprendido ninguno de tan sangriento episodio, y los mayores, quienes vivimos siquiera sea de forma indirecta las consecuencias de aquella matanza que aún mancha nuestros sueños, permiten que nuestros chicos, nuestros niños, las nuevas generaciones que ni saben quién fue éste o aquél, jueguen a la guerra con sus palos y citen a eso feo toro, entablando un ficticio Duelo en El Paraíso que tiene visos de tener con armas reales su reflejo en la tierra.

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