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Es obvio que en estos tiempos ningún país puede bajar la guardia ante la amenaza desestabilizadora que representa el fenómeno del terrorismo yihadista. Pero también es evidente que se necesita un esfuerzo para fortalecer moral y espiritualmente a nuestras sociedades. No basta con sacar a la policía a las calles armada hasta los dientes, con prohibir viajar a los pasajeros de determinados países o dejar en las bodegas de los aviones los ordenadores y tabletas.
Los gobiernos tienen una misión inexcusable pero esta tarea recae especialmente en la sociedad civil, que a través de sus comunidades dispone de los recursos para recuperar unos valores que parecen diluirse en el hedonismo y la tecnocracia.
Estamos fuertemente imbuidos, cada uno en lo suyo, de que somos algo consistente. Por eso alardeamos de un cuerpo, o al menos, lo notamos como propio. Al pensar, somos testigos de esa presencia particular e insustituible. Nos situamos como un estandarte expuesto a la vista de la comunidad y accesible a sus artefactos exploradores.
En medio de los afanes de la semana, me surge una breve reflexión sobre las sectas. Se advierte oscuro, aureolar que diría Gustavo Bueno, su concepto. Las define el DRAE como “comunidad cerrada, que promueve o aparenta promover fines de carácter espiritual, en la que los maestros ejercen un poder absoluto sobre los adeptos”. Se entienden también como desviación de una Iglesia, pero, en general, y por extensión, se aplica la noción a cualquier grupo con esos rasgos.
Acostumbrados a los adornos políticos, cuya finalidad no es otra que entregar a las gentes a las creencias, mientras grupos de intereses variados hacen sus particulares negocios, quizá no estaría de más desprender a la política de la apariencia que le sirve de compañía y colocarla ante esa realidad situada más allá de la verdad oficial. Lo que quiere decir lavar la cara al poder político para mostrarle sin maquillaje.
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