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El estrépito y el barullo de nuestras navidades consumistas ocultan un pavor a esa soledad y a la muerte, a la que ahuyentamos con la misma técnica: pretender que no existe.

Soledad y aislamiento

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“Tenemos que cambiar la forma en que distribuimos la salud. Se la tenemos que llevar a la gente a sus casas. En sus comunidades, fuera de los hospitales, en sitios especializados. Y solo como último recurso, en el hospital”. Así se expresaba William A. Haseltine, un científico estadounidense que promueve, desde su Fundación ACCESS Health International, sistemas de salud que se enfoquen más en mantener la salud y en la prevención que en curar la enfermedad. Eso se traduce en mejoras en la calidad de vida y ahorra costes en el gasto público.

“Si tratas a la gente en hospitales es muy caro. Además, es muy peligroso. Es mucho más probable que allí te pongas más enfermo. Un sistema sanitario no debería estar centrado en el hospital sino distribuido”, dice Haseltine.

Los programas de Homeshare, un movimiento mundial que permite que jóvenes vivan en casa de personas ancianas mientras se hacen compañía y comparten gastos, se erige como alternativa a la que pueden recurrir cada vez más nuestras sociedades envejecidas. Ésta y otras alternativas intergeneracionales como el voluntariado con mayores pueden contribuir a esas mejoras.

La idea de utilizar los hospitales como último recurso y de pasar el mayor tiempo posible en casa coincide con las ideas de La soledad de los moribundos, que no pierde actualidad a pesar de que han pasado casi tres décadas desde que lo escribiera y publicara el sociólogo alemán Norbert Elias. El autor criticaba la obsesión médica de reparar órganos “averiados” mientras se dejan de lado las necesidades afectivas y de compañía de los pacientes que ven de cerca una muerte que les ocultaron desde niños sin la posibilidad de sostener una mano amiga.

Las propias personas mayores se encierran en su dolor al sentirse cada vez más incapaces de comunicarse y de conectar de forma emocional con las personas más cercanas. Hay cierto pudor, cierta vergüenza que acompaña el deterioro físico, a menudo más acelerado que el que se produce en la mente.

El deterioro y la muerte de nuestras células comienzan con nuestro nacimiento, pero los avances médicos, el aumento en la esperanza de vida y la pacificación de nuestras sociedades refuerzan la creencia de que comienza con las canas y los dolores que precipitan nuestra separación del mundo y de nuestros seres queridos. El envejecimiento y la muerte se convierten en derrotas individuales.

De forma racional, sabemos que nos vamos a morir pero ocultamos y disfrazamos la muerte desde los medios de comunicación y con las costumbres sociales. Esto tiene consecuencias no sólo para “los moribundos” y sobre las personas mayores que viven una soledad no deseada ni asumida, sino también sobre el resto de los seres humanos. Ser consciente del final que nos iguala a todos los seres humanos abre la puerta a la compasión ante los miedos y el dolor ajeno. Si fuéramos más conscientes, quizás no perderíamos tantas horas en rumiar odio y resentimientos que sólo hacen daño a quien los porta.

Nuestra forma de lidiar con la muerte deja al desnudo la paradoja que resulta de una interconexión sin precedentes que convive con niveles de soledad insoportables para cientos de miles de personas que mueren sin que alguien las eche de menos.

En estas fechas parece aumentar la obsesión por ahuyentar esa soledad. El silencio de las noches más largas del año en el Hemisferio Norte se interrumpe con un bombardeo de felicitaciones navideñas. La soledad da a muchas personas una tregua con estas muestras de afecto y compañía, pero se aferra y arrastra a quienes viven el resto del año con una soledad no deseada ni asumida. El estrépito y el barullo de nuestras navidades consumistas ocultan un pavor a esa soledad y a la muerte, a la que ahuyentamos con la misma técnica: pretender que no existe, hacerla desaparecer como los niños cuando se tapan los ojos y preguntan, ¿dónde estoy?

Pero la muerte está ahí y quizá la mejor forma de reconciliarnos con ella sea celebrar la vida, brindar por quienes ya no están, por quienes nos acompañamos ahora y por quienes están viniendo. Nuestros vinculados.

Soledad y aislamiento

El estrépito y el barullo de nuestras navidades consumistas ocultan un pavor a esa soledad y a la muerte, a la que ahuyentamos con la misma técnica: pretender que no existe.
Carlos Miguélez Monroy
lunes, 2 de enero de 2017, 09:05 h (CET)
“Tenemos que cambiar la forma en que distribuimos la salud. Se la tenemos que llevar a la gente a sus casas. En sus comunidades, fuera de los hospitales, en sitios especializados. Y solo como último recurso, en el hospital”. Así se expresaba William A. Haseltine, un científico estadounidense que promueve, desde su Fundación ACCESS Health International, sistemas de salud que se enfoquen más en mantener la salud y en la prevención que en curar la enfermedad. Eso se traduce en mejoras en la calidad de vida y ahorra costes en el gasto público.

“Si tratas a la gente en hospitales es muy caro. Además, es muy peligroso. Es mucho más probable que allí te pongas más enfermo. Un sistema sanitario no debería estar centrado en el hospital sino distribuido”, dice Haseltine.

Los programas de Homeshare, un movimiento mundial que permite que jóvenes vivan en casa de personas ancianas mientras se hacen compañía y comparten gastos, se erige como alternativa a la que pueden recurrir cada vez más nuestras sociedades envejecidas. Ésta y otras alternativas intergeneracionales como el voluntariado con mayores pueden contribuir a esas mejoras.

La idea de utilizar los hospitales como último recurso y de pasar el mayor tiempo posible en casa coincide con las ideas de La soledad de los moribundos, que no pierde actualidad a pesar de que han pasado casi tres décadas desde que lo escribiera y publicara el sociólogo alemán Norbert Elias. El autor criticaba la obsesión médica de reparar órganos “averiados” mientras se dejan de lado las necesidades afectivas y de compañía de los pacientes que ven de cerca una muerte que les ocultaron desde niños sin la posibilidad de sostener una mano amiga.

Las propias personas mayores se encierran en su dolor al sentirse cada vez más incapaces de comunicarse y de conectar de forma emocional con las personas más cercanas. Hay cierto pudor, cierta vergüenza que acompaña el deterioro físico, a menudo más acelerado que el que se produce en la mente.

El deterioro y la muerte de nuestras células comienzan con nuestro nacimiento, pero los avances médicos, el aumento en la esperanza de vida y la pacificación de nuestras sociedades refuerzan la creencia de que comienza con las canas y los dolores que precipitan nuestra separación del mundo y de nuestros seres queridos. El envejecimiento y la muerte se convierten en derrotas individuales.

De forma racional, sabemos que nos vamos a morir pero ocultamos y disfrazamos la muerte desde los medios de comunicación y con las costumbres sociales. Esto tiene consecuencias no sólo para “los moribundos” y sobre las personas mayores que viven una soledad no deseada ni asumida, sino también sobre el resto de los seres humanos. Ser consciente del final que nos iguala a todos los seres humanos abre la puerta a la compasión ante los miedos y el dolor ajeno. Si fuéramos más conscientes, quizás no perderíamos tantas horas en rumiar odio y resentimientos que sólo hacen daño a quien los porta.

Nuestra forma de lidiar con la muerte deja al desnudo la paradoja que resulta de una interconexión sin precedentes que convive con niveles de soledad insoportables para cientos de miles de personas que mueren sin que alguien las eche de menos.

En estas fechas parece aumentar la obsesión por ahuyentar esa soledad. El silencio de las noches más largas del año en el Hemisferio Norte se interrumpe con un bombardeo de felicitaciones navideñas. La soledad da a muchas personas una tregua con estas muestras de afecto y compañía, pero se aferra y arrastra a quienes viven el resto del año con una soledad no deseada ni asumida. El estrépito y el barullo de nuestras navidades consumistas ocultan un pavor a esa soledad y a la muerte, a la que ahuyentamos con la misma técnica: pretender que no existe, hacerla desaparecer como los niños cuando se tapan los ojos y preguntan, ¿dónde estoy?

Pero la muerte está ahí y quizá la mejor forma de reconciliarnos con ella sea celebrar la vida, brindar por quienes ya no están, por quienes nos acompañamos ahora y por quienes están viniendo. Nuestros vinculados.

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