Cada verano, España vuelve a contar sus heridas en hectáreas quemadas, pueblos evacuados y ecosistemas destruidos. Este 2025 no ha sido la excepción, cientos de miles de hectáreas arrasadas en pocas semanas confirman que los incendios forestales se han convertido en la gran emergencia ambiental de nuestro país. Pero lo más grave no son solo las llamas, sino la sensación de sinsentido y abandono que rodea la gestión de esta tragedia. La realidad es incómoda, mientras los incendios crecen en extensión e intensidad, la inversión en prevención ha caído en muchas comunidades autónomas. Y lo más grave es que algunas de ellas no hacen prevención de ninguna clase, a pesar de que reciben fondos estatales destinados específicamente a esta tarea. Los planes de limpieza, desbroce o vigilancia se reducen al mínimo, dejando los montes convertidos en auténticos polvorines a la espera del primer chispazo.
A ello se suma la situación de los bomberos forestales, pieza clave de todo el sistema. En demasiadas comunidades se les contrata solo durante tres o cuatro meses al año, en pleno verano, como si los incendios fueran un fenómeno estacional y no una amenaza constante, en un país cada vez más seco y cálido. La precariedad de sus contratos, los salarios bajos y la falta de estabilidad laboral, no solo son injustos para quienes arriesgan su vida en primera línea, sino que comprometen la eficacia misma de la prevención y la extinción. Sin brigadas permanentes no hay monte cuidado ni respuesta rápida posible.
El Gobierno central, por su parte tampoco queda al margen de la crítica. Desde 2022 está obligado a fijar directrices comunes para que las autonomías elaboren planes de prevención eficaces, pero tres años después esas normas siguen sin aprobarse. El resultado es una España fragmentada, comunidades que improvisan con medios desiguales, un Estado que reacciona más que anticipa y una coordinación que muchas veces llega tarde. El discurso oficial suele centrarse en los aviones y helicópteros desplegados, en las imágenes espectaculares de medios de extinción en acción. Pero lo cierto es que apagar un incendio cuesta seis veces más que prevenirlo. Y, aun así, se sigue apostando por la extinción como escaparate, en lugar de invertir en la gestión forestal, en la recuperación del medio rural o en condiciones dignas para quienes combaten el fuego sobre el terreno.
Los expertos llevan años advirtiendo, con el cambio climático, que los incendios de “sexta generación” serán cada vez más frecuentes y descontrolados. Más calor, más sequía y más abandono rural equivalen a más riesgo. No se trata de si volverá a ocurrir, sino de cuándo y con que magnitud. Y, sin embargo, la política forestal sigue siendo reactiva, intermitente y, en demasiadas ocasiones rehén de disputas entre comunidades y Gobierno central. El verdadero sinsentido es que, lo que hoy se quema no son solo montes, sino oportunidades de futuro. Cada hectárea arrasada es menos biodiversidad, menos suelo fértil, menos agua retenida y en muchos casos, menos población en los pueblos que languidecen tras el humo. El fuego acelera el abandono rural y convierte la España vacía en una España quemada.
Es urgente un pacto serio, con presupuesto estable y coordinación real, que se entienda que la prevención no es un gasto, sino la única inversión que puede salvarnos de repetir cada verano el mismo drama. Porque mientras sigamos apagando el monte a golpe de titular, las llamas seguirán demostrando que la desidia cuesta más que cualquier inversión que nunca se hizo.
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