Este verano me ha dado por ponerme romanticona y lanzarme a ver películas y series de ese género. Me hablaron de una nueva película en Amazon Prime, El mapa que me lleva a ti, y decidí verla para no romper la racha.
No sé cuánto he tardado en verla, pero se me ha hecho eterna. Llegó un momento en el que tuve que decidir si abandonarla o seguir adelante. Y como no me gusta dejar nada a medias, opté por pasar rápido algunas escenas hasta llegar al final.
Antes de dar mi veredicto, debo aclarar algo: TikTok cambió las reglas del juego al acostumbrarnos a apenas quince segundos de atención… o quizá ya teníamos ese límite y la plataforma simplemente supo explotarlo con buen marketing. Cuando recuerdo películas de mi infancia, pienso que si las volviera a ver me parecerían lentas. Pero no es excusa para que el cine actual no se adapte a nuestro tiempo, marcado por la inteligencia artificial, las redes sociales y un ritmo de vida cada vez más frenético.
La película me pareció lenta y aburrida. No niego que tenga momentos bonitos, quizá esa lentitud deliberada intente recordarnos lo estresados y esclavos que somos en nuestra vida diaria. Sin embargo, resulta contradictorio: la historia transcurre en ocho meses donde, paradójicamente, suceden demasiadas cosas para una historia de ritmo tan pausado.
Tres amigas deciden recorrer Europa con espíritu aventurero y presupuesto ajustado. En el camino conocen a varias personas, entre ellas un chico que viaja con lo puesto, siguiendo la ruta de su bisabuelo y descubriendo paisajes de ensueño. La película tiene su encanto si la vemos desde la perspectiva de la libertad. De hecho, recuerdo con claridad las palabras del padre de la protagonista cuando ella le confiesa que no quiere trabajar en un banco: “Lo que has probado es la libertad, y en un banco no la encontrarás”. Él la apoya porque, sobre todo, quiere verla feliz.
Hasta ahí, todo bien. Pero yo, mientras tanto, hacía cuentas mentales: motel en Barcelona, como mínimo 50 euros en un barrio dudoso; copas en discoteca, 20 euros; comidas y cenas sencillas, unos 60 diarios. Sumando transportes y caprichos, la media asciende fácilmente a 150 euros al día. Multiplicado por 30 días —lo que ellas habían planeado—, el presupuesto ronda los 4500 euros. Con esos números sobre la mesa, cuesta creer el discurso de “ser libre” si no es con una buena billetera detrás. La mayoría de la gente necesita un trabajo real para costear su vida real. Y si el padre de la protagonista no hubiera tenido precisamente eso, no habría podido darle 5000 euros para recorrer Europa. Intenté no ser tan dura y busqué otra explicación: quizá la protagonista pidió un préstamo, ya que iba a trabajar en un banco en Nueva York. Pero no, tampoco encaja: sus amigas ni siquiera tenían empleo. En resumen, no me gusta que me vendan la idea de libertad mientras viajan cómodamente por Europa.
Si me muestran a alguien que vive en una furgoneta, come bocadillos y bebe agua de las fuentes, me lo creo. Pero tres chicas cambiando de modelito a diario, de fiesta y con iPad en mano, no.
Por cierto, como andaluza no conozco a fondo las tradiciones de Barcelona, pero me dio la impresión de que, igual que ocurrió en Misión Imposible con la Semana Santa, aquí también se mezclaron indiscriminadamente cabezudos, castellers, bailes callejeros y hasta fuegos artificiales. Una vez más, España aparece como un atractivo decorado para el cine extranjero, pero sin respeto ni interés real por nuestras fiestas populares.
Suelo encontrar algo positivo en cada película, pero en esta lo único destacable son los paisajes. Bueno, podría considerar que la historia de amor, aunque poco creíble, tiene cierta belleza. Y ahora sí: me voy a dormir, que mañana madrugo. Le pedí a mi marido 5000 euros para recorrer Europa y ser libre, pero se rió en mi cara. Así que, efectivamente, mañana me toca ir a trabajar.
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