La palabra “resiliencia” está de moda. Desde tiempo inmemorial, no obstante, ésta se ha estado practicando para superar frustraciones serias, daños irreparables, dolor físico y mental. No es fácil convivir en sociedad ni con uno mismo. Muchas personas no se dan cuenta de que se encuentran instaladas en el goce de su propio drama, o más bien en el relato que se hicieron de “su” drama (mal que nos pese, la verdad no deja nunca de poseer estructura de ficción).
Aceptar la vida, aquello que se resume diciendo “es lo que hay”, no implica resignarse o transformar la existencia en pura queja y a modo de paladín de las desgracias singulares o colectivas, victimizarse. En todo caso, si la queja pasa a convertirse en estribillo diario y desagradable letanía, conviene averiguar su origen en el diván de un analista (inteligente) o trabajarla desde un espacio espiritual y ético, a fin de poder descubrir algunas herramientas que ayuden a tramitar mejor la existencia en lugar de incomodar la de los otros. Nada mal, pues, hacer algo de interés con la propia.
“Somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros”. Esta frase es atribuida al escritor y filósofo existencialista Jean Paul Sartre. Las expresiones célebres reiteradas fuera de contexto tergiversan a menudo el pensamiento que las generó: suelen suscitarse asociaciones engañosas al infinito. Es bastante habitual la creencia de que solamente la lógica y el pensamiento racionalista poseen reglas de interpretación concretas. Nada más lejos de la realidad porque hasta en el arte existen modos, formas, estilos a fin de no caer en lugares comunes o en producciones dadaístas no intencionadas. La cita de Sartre en concreto no justifica voluntarismos infantiles ni posiciones irresponsables en tanto si bien la convivencia con el resto de los mortales no constituye el resultado de dejarse llevar por las aguas calmas o tumultuosas del río, como si no interviniéramos en nada, menos su deriva es exclamar frente al espejo “si querés, podés”, actuando livianamente en consecuencia o tratando de igualar a los sujetos, negando su singularidad.
Desde sus inicios, el planeta ha padecido situaciones traumáticas, complejas, dolorosas, disruptivas. Siempre, guste o no, se repetirá nuestra falta, aquello que no alcanzamos nunca debido a que cuando nacemos somos arrojados a la existencia, y no, a la inversa. Pululan, en cambio, quienes niegan la contingencia, se miran el ombligo y comparan en sus conciencias heridas de guerra, de colonización; pérdidas afectivas o enfermedades con la reacción desmedida que supone (para ellos) el no salirse con la suya en cualquier ámbito, sea familiar, profesional, sea amoroso, etcétera.
Poseer el don de la resiliencia no se equipara a recuperar el canto de la propia voz solamente. Mucho menos de expropiar el pasado, negándolo; “accionar” durante el presente victimizándose y echando culpas, declamar al viento una felicidad improvisada, de juguete. Quien supera averigua, explora el extranjero que siempre nos habita y en lugar de quedarse instalado en el goce culposo o culpógeno de repetir una y otra vez lo mismo (aunque en circunstancias distintas), intenta hacer algo con lo que sus ancestros hicieron con él (consciente o inconscientemente).
La sustancia de las cosas y de los fenómenos relacionados con la conducta individual o social impone una prudente medida si hablamos de resiliencia. Existen identidades familiares, geográficas y culturales que encaran su superación, atento a un pacto ético. Silencioso y consistente.
La medida de la resiliencia se encuentra en intentar comportarse recuperando este significante (y otros) trabajosamente. Cada sujeto es un mundo. Y cuando guerras, injusticias, hambrunas y crueldades le han quitado (casi) todo, siempre le quedará la vida, que debería ser honrada.
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