En los tiempos presentes se ha producido una fiebre “crucerística” que ha invadido todos los ambientes. Posiblemente se deba a una reducción de los precios, al pago aplazado de los mismos, o al contagio de costumbres muy propio del ser humano. Hace años todos los esfuerzos se encaminaban a celebrar unas bodas lo más fastuoso posible. Hoy, como no se casa casi nadie, todo el empeño familiar se centra en comuniones a lo grande, con el correspondiente viaje a Disney y al dichoso crucero. Al final todo acaba con un gasto excesivo y unos recibos mensuales pagados con gran esfuerzo. La gente de la posguerra realizábamos nuestros “cruceros” a bordo de unas barquillas que estaban en el puerto y que, por una módica cantidad, te daban una vuelta por el mismo. Un preludio de las lanchas (las golondrinas les llaman en Barcelona) que te sacan un poco a través de la bocana y te llevan a ver Málaga desde la mar. Como mucho nos embarcábamos rumbo a Ceuta, Melilla, a Tánger, en el Batouta o a Canarias los muy pudientes. La buena noticia de hoy me la suministran los enormes trasatlánticos, que por un precio asequible te pasean por el Mediterráneo. A lo mejor te toca un buen camarote. O te meten en un zulo cerca de las cocinas y te pasas el viaje paseando por una especie de hotel flotante. Lo bueno es que cada día desembarcas en un puerto donde comes mal y te sacan los pocos cuartos que te quedan después de una visita al casino de a bordo. Me parece estupenda la proliferación de cruceros. Han sustituido a los vuelos al Caribe para disfrutar de una playa y unos hoteles similares a los que tienes a escasos kilómetros. La semana que pasas a bordo del paquebote te permite presumir y crear envidia ante tus amistades. Quizás no recuerdas bien la singladura pero, por fin, has vivido “las vacaciones en el mar”. (Creo que a mí también me está entrando envidia).
|