A veces transitamos el día a día como autómatas, inmersos en un modo de actuar en el que todo está medido, calculado, resuelto, de tal manera que no es necesario detenerse a pensar el porqué y el para qué de lo que hacemos. Esta inercia, que nos empuja a una carrera desaforada cuyo desenlace es la muerte, nos desconecta del sentido profundo de la vida, del entorno envolvente y holístico que anima el todo, y de nosotros mismos.
Hacer un alto para reflexionar en estas cuestiones, que son profundas, parece una pérdida de tiempo frente a la lógica que todo lo mide en términos de costo-beneficio. ¿Cuánta ganancia monetaria deja pensar en el meollo de la existencia? ¿Ninguna? Entonces no es relevante y puede esperar: esa es la conclusión del razonamiento “lúcido” avalado socialmente.
Pese al descrédito que implica pensar y vivir distinto, la cosmovisión de reconexión con las raíces —que nos recuerdan lo que significa ser humanidad y nos permiten conservar la esperanza de evolucionar— sigue mostrando la posibilidad de un camino alternativo, solidario y espiritual.
Sí, incluso en medio del más voraz caos cotidiano que mueve la maquinaria colectiva —las políticas públicas, las relaciones internacionales, las cadenas productivas industriales a gran escala— la voz que proviene de nuestra fuente ancestral continúa hablándonos. Permanece tan vigente como cuando nos concebíamos como un “yo” ampliado.
Es inevitable entrar en sintonía con estas reflexiones cuando repaso conmovido el reportaje En el corazón de los Miccosukee, la tribu indígena que logró el cierre de Alligator Alcatraz (Fernández, El País, 2025).
El trabajo periodístico documenta parte de la filosofía y modo de vida de esta tribu amerindia que, junto con otros grupos ambientalistas, consiguió detener el funcionamiento de Alligator Alcatraz: un centro de detención migratorio —famoso por sus condiciones infrahumanas— erigido a poco más de veinte kilómetros del pueblo Miccosukee y que, por la interconexión del ecosistema, representaba una amenaza directa a su territorio. A las tierras que para ellos —y debiera ser para todos— son sagradas.
Los Everglades, un intrincado mosaico de humedales cuyos pantanos fueron, desde el siglo XIX, el hogar y la trinchera de resistencia de los Miccosukee, les permitieron sobrevivir al confinamiento forzado y a la extinción provocada por la expansión colonialista. Por ello, son la madre que los cobijó y el padre que los defendió del ejército de los Estados Unidos, evitando ser tratados como extranjeros en su propio suelo.
El vínculo de los Miccosukee con los Everglades —territorio que para muchos sigue siendo “salvaje” por la presencia de cocodrilos y serpientes— es, como señala el reportaje, “una conexión que trasciende la idiosincrasia, es un arraigo primigenio, vital y sagrado”.
Esa filosofía y cosmovisión, aunada a la sinergia con colectivos ambientalistas, logró que un tribunal federal ordenara desmantelar el reclusorio en un plazo máximo de sesenta días. Sí, el mismo centro de detención promovido y visitado por Trump, quien llegó a jactarse de que quien intentara escapar se toparía con “muchos policías en forma de caimanes” (BBC, julio de 2025). Por cierto, hasta la semana pasada, según el Cónsul de México en Miami, permanecían allí 78 mexicanos.
La batalla legal relacionada con Alligator Alcatraz aún no concluye, pero el dique que levantan los Miccosukee y sus aliados representa una esperanza: la defensa del entorno ecológico y de la simbiosis respetuosa entre naturaleza y humanidad. Y va más allá: revela la desconexión de quienes, ensimismados en el trajín de las inercias citadinas, olvidan que forman parte de Natura, de la Pachamama, de la Abuela, de la Madre Tierra.
Es preciso recordar, con la mente y el corazón, la carta del Gran Jefe Seattle, de la tribu Suwamish, al presidente Franklin Pierce, cuando se observa con mirada honda lo que hoy sucede en Miami con los Miccosukee.
Pero vuelvo al punto inicial. Como dije, parece una pérdida de tiempo repensar nuestro origen, nuestro propósito de vida y, sobre todo, recapitular en esas tres grandes preguntas que no solo son la piedra angular de la filosofía, sino la duda filosófica que nos anima a no darnos por vencidos, a no asumirnos como una masa que no siente: ¿de dónde vengo?, ¿qué estoy haciendo aquí?, ¿hacia dónde me dirijo?
Lo cierto es que no se trata de una pérdida de tiempo, sino de una brújula para cruzar el océano caótico y salir avante del miedo, la angustia y la indefensión.
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