Hace siglos, cronistas y viajeros relataban que una ardilla podía atravesar la península ibérica sin tocar el suelo, de rama en rama. Hoy, esa imagen es solo un recuerdo lejano. Más de la mitad del territorio español está amenazado por la desertificación y la despoblación rural avanza a un ritmo imparable.
España, convertida en el huerto de Europa gracias a la Política Agraria Común, exporta toneladas de aceite, vino y frutas cada año. Sin embargo, los agricultores denuncian que trabajar la tierra ya no resulta rentable: precios en origen de miseria, burocracia creciente y competencia desleal. El campo se vacía y los pueblos agonizan.
Al mismo tiempo, el Estado destina miles de millones a ayudas sociales que, en muchos casos, no generan retorno productivo. Miles de personas reciben rentas mínimas, mientras los bosques permanecen sucios y abandonados, sin mano de obra suficiente para limpiar montes o reforestar. Una oportunidad desperdiciada.
El resultado está a la vista: cada verano, España arde. La prevención forestal es insuficiente y los incendios se combaten a golpe de gasto en extinción. El reciente anuncio de Pedro Sánchez de impulsar un Pacto de Estado contra el fuego contrasta con la realidad: el propio Ejecutivo ha reducido casi a la mitad el presupuesto de prevención.
La comparación con China es inevitable: allí, el gobierno invierte en convertir el desierto en tierra fértil mediante proyectos masivos de reforestación. Aquí, la desertificación se extiende sin un plan nacional serio.
España necesita decisiones valientes: ligar subsidios a trabajos útiles, revalorizar la agricultura, invertir en prevención forestal y dar un futuro al medio rural. No se trata de nostalgia por la ardilla de los cronistas, sino de asegurar que el país no se convierta en el desierto de Europa.
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