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"Curriculadas"

Antonio Carrasco Santana, Valladolid
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miércoles, 13 de agosto de 2025, 12:43 h (CET)

De entre la variada multitud de manifestaciones aceleradamente crecientes de inmoralidad que asolan España −consumadas, en su mayoría, por una bien trabada marabunta amoral (como toda plaga, devoradora de libertades, progresista para sí y regresiva para el resto) que ostenta el poder, como reza su más reciente propaganda, desde hace ya siete años, ejerciéndolo coaligadamente con un paulatino menosprecio por la democracia, tal y como lo evidencian los sucesos de depravación ética, intelectual y material que se van conociendo−, una de las que nos está entreteniendo más últimamente es la de los currículums de los políticos.


Según he podido observar, son mayoría los que interpretan la relevancia necesariamente pasajera de este asunto como una artimaña, una añagaza gubernamental para distraernos a los españoles de lo verdaderamente mollar; es decir, no son pocos los analistas que consideran que esta es una cuestión menor de traición a la verdad, en comparación con la gravedad de las aparentes falsedades de las que se están ocupando los tribunales y la policía judicial en estos últimos tiempos. Es posible, al menos desde cierta perspectiva, que tengan razón, porque, ante tantas ráfagas consecutivas de embustes de distinto calibre, los que presentan visos de acabar teniendo reproche penal parecen los más letales socialmente. Se podría decir que, para quienes ven de este modo el asunto de “inflar” los currículums y, hasta si me apuran, de falsear un título, se trata simplemente de algo chusco y cutre, sin más, propio, de algún modo, de la tradición folclórico-picaresca que conforma nuestra idiosincrasia. Y, así, de modo análogo a como se calificaba despectivamente una buena parte de las películas de nuestro cine como “españoladas”, por considerarlas de baja calidad, rancias y casposas, los que quitan importancia a lo de falsear la imagen propia entienden tales actuaciones como una especie, podría decirse, de “curriculadas”.


Sin embargo, en mi opinión, en estos tiempos en que cada vez es más necesario recordar lo obvio, conviene no olvidar que, desde el punto de vista judicial, se debe enjuiciar a las personas, lógicamente, por sus actos, es decir, por lo que hacen; pero, en absoluto, por lo que son desde una óptica moral. Hasta hace no mucho, no se podía legislar para censurar las intenciones, las actitudes y las opiniones, y, por tanto, no competía a los jueces emitir veredictos sobre el particular. Pero, al parecer, ambas cosas están cambiando: respecto de lo primero, no hay más que observar las últimas iniciativas legislativas para “silenciar” a la prensa o para culminar la colonización del poder judicial, o reflexionar, sin prejuicios, sobre las leyes que consagran la presunción de culpabilidad del varón heterosexual si existe la denuncia de una mujer por agresión (de nefastas consecuencias para la noción de justicia y de evidente ineficacia para la protección real de las mujeres sometidas a cualquier tipo de violencia, como muestran los datos); y, en cuanto a lo segundo, las resoluciones de las más altas instancias judiciales, en las que, por ejemplo, un golpe de Estado no es un acto de rebelión, sino de sedición, con el argumento legal de que es una ensoñación, o las de la mayoría de los magistrados del poder extrajudicial que conforman el Tribunal Constitucional, que dejan bien a las claras que las supuestas buenas intenciones en la actuación política prevalecen sobre el hecho material probado de la comisión de un delito, lo que desemboca en que las consecuencias penales de lo ya juzgado sean anuladas, son muestras inequívocas de una mutación jurídica que aleja las leyes y su aplicación de lo racional para escorarse hacia lo emocional.


Es, precisamente, por esto que vengo exponiendo −que los juicios de valor e intenciones no deberían estar judicializados, que, de estarlo, producen tremendas distorsiones en cualquier Estado que aspire a ser social y de derecho y que, no obstante, estos son imprescindibles para el buen funcionamiento y sostenimiento de una sociedad libre, si bien siendo realizados por los periodistas, por los representantes de la soberanía nacional y por cualquier ciudadano comprometido con la democracia−, por lo que considero que hay que dar más trascendencia a este asunto que a muchos otros de extrema corrupción que se solapan con él. Porque mientras que el resto constituyen acciones que están tipificadas como violaciones de la norma legal y, consecuentemente, pueden ser reprimidas y castigadas, el engaño referido a lo que uno dice ser, si no se sustancia mediante la reprobación de la opinión pública, queda impune. Y, si es así, ¿puede esperarse que haga algo bueno en un puesto de responsabilidad el político que miente sobre quién es para medrar, haciéndonos creer que está capacitado para ello? ¿Acaso esconder o falsear la incultura y el desconocimiento es una vía lícita para ascender rápidamente en un partido?; ¿es, quizás, un rasgo de inteligencia política? Porque, si tener una buena formación es, además de elitista, como parecen sugerir algunos destacados prebostes, innecesario para dedicarse a la política, acabaremos (si no lo estamos ya) en manos de una tropa de iletrados (en numerosas ocasiones, además, sin propósito de enmienda) que pretenderán legislar sin comprender apenas el contenido de un texto legislativo, de una sentencia o de un auto judicial. No creo necesario aportar aquí muchos detalles, pero basta con ver cualquier comparecencia pública de nuestros gobernantes ante la prensa los martes −presidida, como corresponde, por la ministra portavoz del Gobierno, flanqueada, a menudo, por las vicepresidentas−, para poder solazarnos con sus habilidades discursivas (indudable riqueza y variedad léxicas, así como impecables ejecución morfológica y madurez sintáctica), con su nivel de discernimiento y de comprensión de los asuntos que tratan de exponer y con su coherencia y claridad expositivas.


El caso es que, a cada uno, la corrupción política, en caso de que le irrite (lo que cada vez es menos común: somos un pueblo casi autoinmune respecto de la deshonestidad), como es natural, le afecta de diversas maneras. A unos, lo más grave, les parece el robo o desviación de dinero público o el nepotismo y el oportunismo; a otros, el impostado feminismo de lupanar; algunos estiman intolerables las contradicciones y vaivenes en la toma de decisiones, la poca transparencia en la administración de los recursos públicos o su reparto, atendiendo a conveniencias y chantajes políticos −en los que parece que son las regiones (los pomposa y artificiosamente denominados territorios), y no los ciudadanos españoles que las habitan, los sujetos de derecho−, el fanatismo ideológico o la incautación incesante de libertades públicas, sobre todo individuales. Pero, a mí, en particular, de nuestros políticos, sin restar gravedad a todo lo reseñado, me exaspera sobremanera la ignorancia inexcusable, la vocacional, la que se cultiva y de la que se alardea públicamente en un intento vano de simular un conocimiento que no solo no se posee, sino que se aspira a no poseer nunca por desidia, por vanidad, por soberbia, por un supremacismo de clase respecto del pueblo al que se dice representar y proteger. Considero particularmente despreciable el idiotismo exhibicionista y remunerado no circunstancial ni sobrevenido, el inexcusable, el que se escuda en un igualitarismo absurdo para ocultar la incapacidad y la ineptitud, el que se practica rodeándose de amigotes y de publicistas con ínfulas de estadistas, el que genera textos legislativos de escasa calidad jurídica, cuando no de dudoso carácter democrático, con el que nos deleitan muchos de nuestros políticos, sumiéndonos en una decadencia ética y en un empobrecimiento intelectual que nos hacen cada vez más dóciles y dependientes.


Las “curriculadas”, en sí, son algo, ciertamente, superficial; pero se les debe prestar atención, porque son un síntoma inequívoco de degeneración y de descomposición social.

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