El deterioro institucional de España ha alcanzado un hito histórico más con el envío a juicio del Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, por un presunto grave delito de revelación de secretos.
En un auto de la Sala de lo Penal de 29 de julio, dos magistrados del Tribunal Supremo, con el peculiar voto discrepante de un tercero, ponen camino del banquillo al principal representante del Ministerio Público, y colocan a la Fiscalía española en una posición inaudita, máxime cuando desde el poder político se aspira a encomendarle la instrucción de los procedimientos penales (incluyendo la dirección de las investigaciones de la UCO) sustituyendo a los jueces.
Del auto del Tribunal Supremo llaman la atención el análisis pormenorizado de la iniciativa del Fiscal General en la revelación pública de los secretos tributarios de Alberto González Amador, el posterior borrado por García Ortiz de las pruebas existentes en su teléfono y correos (actuando como un vulgar delincuente), y la probable intervención de Moncloa en toda esa ilícita actividad. No soy un experto en el tema, pero me he informado sobre ello, y el artículo 145.1 del Reglamento del Ministerio Fiscal dice que el Fiscal General del Estadodeberá apartar de su cargo a cualquier miembro del Ministerio Fiscal “cuando se dicte auto de apertura de juicio oral por delito cometido en el ejercicio de sus funciones o con ocasión de ellas”. Pero nada dice sobre el propio Fiscal General, pues su procesamiento siempre se consideró algo inimaginable. Es cierto que puede dimitir, pero Pedro Sánchez, que es quien presumiblemente organizó todo, y a quien el Fiscal ha intentado proteger borrando las pruebas, no le deja.
Como explica el refranero español, y recuerden la frase de Sánchez “la Fiscalía, ¿de quién depende?”, en este desbaratado país el Gobierno ha puesto al zorro a guardar las gallinas. Poco nos pasa en el gallinero con esta fauna.
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