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El poder a cualquier precio

Cuando la ambición no reconoce límites y la traición es la moneda que compró el Gobierno
César Valdeolmillos
miércoles, 23 de julio de 2025, 11:11 h (CET)

"La peor traición no es la que rompe promesas, sino la que destruye la memoria de un pueblo", Elie Wiesel, Premio Nobel de la Paz.


Estamos sobre un volcán en erupción y seguimos bailando. La escena puede parecer exagerada, incluso alarmista, pero es tan real como que existe el día y la noche: mientras las estructuras democráticas se están resquebrajando, la sociedad parece anestesiada, envuelta en una inercia que impide su reacción. No se trata de indiferencia, sino de orfandad cívica: hay una percepción generalizada del derrumbe, pero también un sentimiento de impotencia ante el mismo. "¿Y yo qué puedo hacer?", se pregunta el ciudadano a pie. Cuando no hay liderazgos morales, ni estructuras organizadas que canalicen el descontento, la indignación individual se disuelve en el desencanto y el silencio. La pasividad no siempre es resignación; a veces es puro desamparo.


Hay momentos en que el relato institucional se vacía de contenido. La democracia perdura formalmente —el andamiaje legal sigue en pie—, pero es un cascarón: elecciones sin debate, parlamento sin voz, oposición ahogada por el estruendo de voceros serviles. Pero la esencia misma del régimen ha sido corrompida. No porque un golpe de Estado expreso la haya derrocado aún, sino porque lentamente, paso a paso, ha sido minada desde dentro, al abrigo de una legalidad manipulada por togas siempre dispuestas a mancharse con el polvo del camino, y de una propaganda impregnada de engaño y falsedad.


Este es el caso de un Gobierno que llegó al poder tras perder las elecciones, negando sin matices que llegara a pactar con quienes quieren romper el país. Y sin embargo pactó. Pactó: para forzar una investidura, éticamente, tan fraudulenta como vergonzosa, al romper el contrato social con el electorado haciendo todo lo contrario de lo prometido; una investidura contra natura, tan ajena a la voluntad popular como autodestructiva, al convertirse en siervo de todos aquellos partidos cuya meta es la destrucción del Estado del que se aspira a ser presidente del Gobierno.


Como precio, se entregó sin reservas. No tuvo pudor en humillarse —y humillarnos—, ensuciando la dignidad institucional con la inmundicia de un pacto oscuro que nos mancha a todos. Subordinó su acción de gobierno a unas exigencias sectarias, muchas de ellas diseñadas para dinamitar los propios cimientos de la Constitución y del Estado. Mintió para llegar al poder —una mentira calculada, una estafa electoral—, mintió al jurar su cargo —con una promesa vacía de intenciones—, y sigue mintiendo incluso cuando balbucea excusas, porque la mentira no es un recurso en su política: es su política misma.


No gobierna: es el símbolo de la división, el improperio y la confrontación; donde había que levantar puentes que condujeran al diálogo y el entendimiento, alzó el muro de la marginación; sustituyó la palabra por la afrenta y la mano tendida por el puño de la calumnia.


La ideología ha sido el Norte de su brújula y las instituciones meros peones para negociar su supervivencia a base de cheques en blanco y concesiones indignas, mientras el país se va sumiendo lentamente en las arenas movedizas del sanchismo. Su 'mandato' no es más que una cuenta corriente abierta a la traición, pagada con los esfuerzos de los españoles.


Pregonó miel y nos vendió hiel. Prometió regeneración democrática, y nos hundió en el lodazal de la inmoralidad. La corrupción ya no es un accidente del sistema: es su ADN. Un ministro cesado por amañar contratos, cobrar mordidas y utilizar instituciones públicas como agencias de favores sexuales, el fiscal general, procesado, la esposa del presidente, imputada, su hermano, procesado. Y lejos de dar explicaciones o asumir responsabilidades, el gobierno se ha parapetado tras el viejo recurso del enemigo externo: todo es un complot, un montaje, una cacería. Nadie más que ellos dicen la verdad. Son el ejemplo vivo de la probidad y la honradez.


Pero el descrédito no acaba en lo penal. Este gobierno se ha dedicado, con meticulosidad, a colonizar todas las instituciones independientes que debían limitar su poder: el Banco de España, el Tribunal de Cuentas, la Fiscalía, el Constitucional, el Congreso, la Abogacía del Estado. Ha gobernado por decreto, sin presupuestos nuevos, sin comparecer ante el Senado, sin celebrar el debate sobre el Estado de la Nación. Y mientras tanto, ha hecho del insulto a la oposición su principal forma de discurso.


El resultado es devastador. Los servicios públicos están al borde del colapso, la deuda se ha disparado, la credibilidad internacional se ha desplomado. Se gobierna para resistir, no para transformar. Se legisla para blindarse, no para servir. Se miente como estrategia de supervivencia, no como error esporádico. La palabra pública ha perdido su valor, la ley ha dejado de ser el límite del poder para convertirse en su herramienta.


Y como si todo esto no bastara, el presidente del Gobierno ha afirmado que no convoca elecciones porque no puede permitir que gobierne la ultraderecha. Esta afirmación, además de ser una utilización interesada y falaz del calificativo “ultraderecha”, encierra implicaciones profundamente antidemocráticas.


Curiosa noción de democracia la de quien clama que no puede permitir que gobierne la ultraderecha, pero se siente extraordinariamente cómodo de la mano de la ultraizquierda. Al parecer, la pluralidad es un valor sagrado... siempre que esté alineado con los intereses del sanchismo.


En una democracia, no corresponde al gobierno decidir qué opciones políticas pueden o no llegar a gobernar; esa decisión corresponde exclusivamente al pueblo soberano. Y es que cabe sospechar que si tuviera la más mínima certeza de ganar, ya estaríamos camino de las urnas.


Pero nada inspira más fervor por aferrarse al poder que la certeza de una derrota. La alternancia —pilar maestro de la democracia— es para el sanchismo una enfermedad letal, un virus que debe ser eliminado antes de que infecte el poder. En este nuevo orden, solo es legítimo lo que garantiza su continuidad; lo demás es etiquetado con rapidez quirúrgica como extremismo disfrazado.


Lo suyo no es gobernar, es resistir. Y si para ello hay que travestir la ley, moldear los principios o dinamitar la ética, pues bienvenidos sean los recursos del poder... incluso los que se prometieron no usar jamás.


Y cabe preguntarse, con urgencia y sin eufemismos: si esta hoja de ruta se materializa hasta sus últimas consecuencias, ¿adónde nos conducirá? La respuesta es alarmante: nos llevaría a un escenario en el que las elecciones solo se celebrarían cuando el resultado fuera previsible o favorable; donde la oposición no tendría cabida en la esfera pública o sería una ficción; donde las instituciones ya no moderarían al poder, sino que lo blindarían para siempre; donde el pluralismo ideológico sería una patología, y la soberanía nacional, un arbitrio del Gobierno.


No sería una dictadura clásica, sino algo más corrosivo: un simulacro grotesco de democracia, escenificado sobre un decorado de cartón piedra, para el que el poder habría escrito un guion tras el que se esconden la arbitrariedad, la mentira y la ambición.


La legalidad sigue. La legitimidad se ha esfumado. Y lo más peligroso no es ya que este gobierno continúe, sino que una parte de la sociedad haya normalizado la impostura. Como si la corrupción fuera parte del decorado. Como si la mentira sistemática fuese un recurso aceptable. Como si la democracia fuera solo una forma de contar votos, y no un compromiso ético con la verdad, la responsabilidad y la dignidad colectiva.


Ese es el verdadero ocaso: cuando dejamos de exigir verdad porque ya ni siquiera la esperamos.

Toda depresión moral comienza cuando se borra la línea roja que jamás debió traspasarse. Por primera vez en nuestra democracia, un candidato a presidente ha pactado con quienes niegan la existencia misma de España, legitimando a herederos de una historia de terror y sangre que dejó cerca de mil asesinados y miles de vidas truncadas. Les entregó llaves del Estado a cambio de su voto, convirtiendo la unidad nacional en moneda de cambio. La dignidad, los valores… todo es una cuestión semántica. Al retroceso se le llama 'progreso' y problema resuelto.


Esta puerta, una vez abierta, jamás se cerrará. Los sepultureros de España volverán a ofrecer su apoyo —siempre a mayor precio— a quien esté dispuesto a hipotecar el territorio, partir la soberanía y vender a plazos la unidad de una nación que no le pertenece. La democracia auténtica no volverá mientras haya sujetos sin escrúpulos dispuestos a vender la dignidad de un pueblo por los desechos del poder.


¿El futuro?


Si seguimos por el camino de un progresismo que ha roto todo vínculo con la tierra donde nacimos, lo que nos espera no es el progreso, sino un desierto moral. La política dejará de ser el arte de buscar soluciones para convertirse en un simple intercambio de intereses, donde se negocia incluso lo que nunca debería estar en venta. Un sistema que sobrevive mintiéndose a sí mismo, mientras la ruptura del país se prepara, en silencio, desde el centro del poder.


Pero el problema más grave no es la mentira. Es haber olvidado que la patria no es una idea vacía: es el lugar en el que dimos nuestros primeros pasos, es la plazuela en la que jugábamos de niños, es el paisaje en el que aún resuenan los dichos de nuestros abuelos y en el que tras la lluvia, percibimos ese olor a tierra mojada que nos hace sentir en casa. Es el marco en el que se forjaron nuestros primeros sueños y que aún nos dice: “Aquí empezaste, aquí sigues siendo tú”.


Renunciar a eso no es solo perder un pedazo de tierra. Es olvidar quiénes somos. Es renunciar a nosotros mismos y olvidar quienes somos, avanzar hacia la nada, y al final encontrarnos sin espejo en el que reconocernos.

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