Lo veo pugnar por mantenerse en lo alto de un pequeño montículo que defiende de sus compañeros de juego, otros tres o cuatro muchachos de unos siete u ocho años. El objetivo es claro: no permitir que nadie permanezca encima y, desde allí, y una vez repelidos todos los intentos de sus amiguetes por conquistar el lugar, gritar, como si no hubiese nada más importante en el mundo, que él es el rey de la montaña –que es la vida–. Es un momento enormemente placentero, una sensación irrepetible y fugaz porque, a continuación, es derribado por otro de los aspirantes y rueda entre risas por la hierba del parque dejando atrás su momentáneo reinado.
Observo cómo se encuentra tumbado en el césped, mordisqueando la clorofila que todavía le queda a alguno de los tallos, mirando las nubes –que son la vida– pasar, asociando formas e imágenes, defendiendo ante sus amigos –que tienen la marca de la inmortalidad que solo imprime la infancia– lo que cada uno ve a través de las manos, que señalan, por ejemplo, las orejas de un elefante, el caparazón de una tortuga o las alas de un dragón que asoman, según ellos, en la superficie de diversos cumulonimbos. Es un momento enormemente placentero, una sensación irrepetible y fugaz porque, a continuación, el viento hace de las suyas y deshace las imágenes halladas, formando nuevas e inalcanzables figuras que localizar.
Me fijo en cómo buscan piedras planas, alargadas y lisas para “hacer la rana”, lanzándolas por el agua y venciendo, aunque sea durante dos o tres botes, la ley de la gravedad, cómo hablan y reflexionan, con cierto orden, sobre cuáles son las mejores rocas y la mejor técnica para llegar lo más lejos posible a través de la superficie acuática –que es la vida– y alcanzar distancias inimaginables. Es un momento enormemente placentero, una sensación irrepetible y fugaz porque, a continuación, la lógica emerge contundente para recordar las leyes físicas y hundir inmisericorde la piedra.
Regreso a mi realidad, emocionado, tocado por un sinfín de amigos que ya no están, y que incluso puede que nunca estuvieran –tal es el poder de la evocación literaturizada del pasado–, pero que dejaron marca cuando el mundo era mi barrio y el futuro tan solo una palabra desprovista de significado. Chapas, balón, escondite, peonzas, pilla-pilla… Todo se repite una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, y esto me congratula con la existencia y me digo que, quizá, no esté todo perdido.
Se cumplen 40 años del estreno de Regreso al futuro. Todo el mundo se prepara para el acontecimiento sin comprender que, para viajar en el tiempo, tan solo es necesario el DeLorean de la memoria.
Buen verano, pues, por entre las autopistas del recuerdo.
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