Cuando el egoísmo y la avaricia gobiernan el mundo, aplastan a los más débiles sin pensar que, al morir, no se llevaran nada. En un mundo donde el poder, el dinero y la influencia parecen ser los únicos lenguajes reconocidos, el egoísmo y la avaricia se han convertido en motores silenciosos, pero devastadores, de nuestras sociedades. Se admira al que domina, al que impone, al que gana a cualquier precio. Se justifica la injusticia con la excusa de la eficiencia y se permite la crueldad como si fuera un signo de inteligencia.
Hay personas, y no pocas, que pretenden controlarlo todo, desde sus entornos más cercanos hasta sistemas políticos, mercados, medios, culturas y territorios. No se conforman con tener, sino que buscan que los demás no tengan. No aspiran a compartir, sino a aplastar. Ven en cada diferencia una amenaza, en cada disidencia una ofensa. Y en su camino hacia lo más alto, no miran hacia abajo, dejan cuerpos, dignidades y derechos sepultados en silencio.
Este patrón no solo se ve en individuos, también lo encarnan gobiernos y potencias. El caso de Estados Unidos es especialmente revelador. Durante décadas ha intervenido directa o indirectamente en decenas de países bajo el pretexto de la libertad, la democracia o la seguridad. Pero tras los grandes discursos se esconden intereses económicos, estratégicos y geopolíticos. Guerras como las de Irak o Afganistán no solo dejaron cientos de miles de muertos, sino también regiones devastadas, mientras grandes corporaciones armamentísticas y energéticas acumulaban beneficios millonarios.
Estados Unidos ha sostenido dictaduras cuando le convenia, derrocado gobiernos elegidos democráticamente cuando le incomodaban y bloqueado economías enteras para forzar cambios de régimen. Todo en nombre de la “paz” global que curiosamente siempre gira en torno a sus propios intereses. El egoísmo llevado a escala imperial. La avaricia disfrazada de libertad.
Hoy, esa lógica de dominio ha cobrado un tono aún más crudo con el regreso de Donald Trump a la escena política. Bajo el lema “América First”, debilitó tratados internacionales, alimentó guerras comerciales, abandonó compromisos climáticos y usó la política exterior como un campo de batalla económico. Su desprecio por los más vulnerables, migrantes, pobres, minorías, y su cercanía con intereses de las élites económicas reflejan una política basada en el egoísmo estructural.
Y aún así, vuelve con un discurso cada vez más radical, Trump representa no solo una amenaza democrática, sino una intensificación del egoísmo como modelo de Estado.
Paradójicamente, mientras intenta imponer su dominio al mundo, Estados Unidos es hoy el país más endeudado del planeta. Su deuda nacional supera los 34 billones de dólares, lo que representa más del 125% de su Producto Interior Bruto. Es decir, debe más de lo que produce en un año entero. Y aunque parte de esa deuda está en manos de sus propios ciudadanos y bancos, otra gran parte pertenece a gobiernos extranjeros como China y Japón.
Se sostiene porque el dólar aún es la moneda de reserva mundial, pero eso no durara para siempre. La lógica es insostenible, quienes más predican la autosuficiencia y la supremacía son, en realidad, los más dependientes y vulnerables en términos financieros. El castillo de naipes puede venirse abajo con un solo cambio de confianza global. Mientras tanto, millones de personas siguen siendo empujadas hacia la periferia, despojadas, ignoradas, convertidas en cifras sin rostro. Se les niega el pan, la palabra, la oportunidad. Se les exige obedecer, callar y soportar. Y todo para que unos pocos se sientan por encima de todos, creyéndose eternos en un mundo finito.
Pero no lo son. Nadie lo es. Y esa verdad, que iguala a reyes y jornaleros, debería bastar para recordarnos que la única riqueza real es la que se comparte, y que el único poder que merece respeto es el que se ejerce con responsabilidad y conciencia.
Porque al final de la vida, cuando todo se calla, cuando el poder ya no sirve y la avaricia se revela inútil, solo permanece lo que dimos, un gesto, una ayuda, una palabra, un acto de justicia o de compasión, nada más. El resto es solo ceniza.
|