Señor Núñez Feijóo, desconozco si llegó al pleno monográfico sobre corrupción (no sé por qué se confunden las palabras “monográfico” y “genérico”, pues la precisión requeriría, me parece a mí, que se expresara así: “sobre corrupción socialista y gubernamental”) del Congreso de los Diputados de este pasado 9 de julio con la más mínima esperanza de que una Cuestión de Confianza fuera, siquiera, remotamente posible. Tampoco sé si albergaba algún tipo de confianza en que sus palabras serían escuchadas o, incluso, en que podrían ejercer algún influjo en el ilustrísimo y mayoritariamente iletrado auditorio al que se dirigió. Si cualquiera de estas dos circunstancias (o, acaso, las dos) se dio, supongo que ya será consciente de que como dijo, al parecer, el insigne torero Rafael Guerra, Guerrita (por alusiones, como se dice ahora: no creo que, al señor Urtasun, francamente, a pesar de sus excesos y repeticiones, se le hubiera ocurrido esta genial redundancia), “lo que no puede ser, no puede ser; y, además, es imposible”.
Y, así es, don Alberto, tiene usted a prácticamente todo el arco parlamentario en contra. A la progresía regresiva, separatista o comunista, en todo caso extractiva, en contra; y a la derecha patriótica, grandilocuente, oportunista y populista, también. La primera, como se ha dicho tantas veces, no se ha visto nunca en otra: ¿cuándo volverá a darse otra conjunción planetaria (aunque Zapatero sigue, Obama, no) que permita que confluyan en una sola persona tanta amoralidad, narcisismo, corrupción, incoherencia y desfachatez? Hay que comprenderlos. Los secesionistas, probablemente, nunca más podrán extorsionar a nadie tanto para que contribuya a destruir España y a crear naciones hispano-parasitarias. ¿Y los comunistas?; pues no encontrarán en muchísimos años una coyuntura semejante a la actual, en la que puedan fabricar falsos derechos, a base de eliminar y restringir libertades, haciéndonos más dependientes, más pobres y más uniformemente inertes a todos los ciudadanos.
¿Y la derechona valiente? La derecha (la de verdad, sin diminutivos, y sin Iván Espinosa de los Monteros o Víctor Sánchez del Real, entre otros), esperanza de Occidente, que, como los Magos de Oriente, viene cargada de regalos y soluciones patrióticas, justas, rápidas y efectivas, de discursos encendidos, vehementes, mesiánicos. ¡Ay, la derecha auténtica, don Alberto! Que, tan pronto como se vio con responsabilidades en los gobiernos autonómicos, se dio cuenta del desgaste que suponía y le dejaron tirado a usted y a todos sus compañeros, agarrándose al primer pretexto que se les presentó. No, señor Núñez Feijóo, me temo que estos tampoco son de fiar: justifican veladamente la invasión de Putin (tanto, que, a veces, no se sabe si fue Rusia la ocupada), califican de belicista a quien se defiende (a no ser que sea judío), amparan, justifican o, cuando menos, disculpan las continuas veleidades de Trump, incluso cuando son netamente perjudiciales para los intereses españoles (por cierto, señor Abascal, ¿sabe qué nación sostiene, financia y arma masivamente al país cuyo Gobierno, como defiende usted con muy buen tino, amenaza más la estabilidad económica y social de España, así como su integridad territorial? La que preside el señor Trump, si bien, con algunas ayuditas europeas e incluso patrias.
Es deseable, desde luego, que, en todos los casos, se cumpla la ley, porque es la garantía de nuestras libertades. Y tiene razón Vox: llevamos mucho tiempo en España en que muchas leyes no se cumplen. También la de extranjería, sí; pero sin olvidar que las leyes son reglas que nos hemos dado para convivir, para regular nuestra sociedad, no para dar lecciones ejemplificantes de patrioterismo basadas en las deportaciones masivas (yo sí escuché todo el discurso de la señora de Meer; y será discutible lo que quería expresar —es posible que quisiera comunicar otra cosa—; lo que no es discutible es lo que dijo). ¿Hay que luchar contra la delincuencia? Naturalmente. ¿Hay que poner los medios para evitar la inmigración ilegal y el tráfico de personas, haciendo que se aplique la ley y que sean repatriados todos aquellos que hayan de serlo en cumplimiento de la norma? Por supuesto. ¿Hay que agilizar y ejecutar las órdenes de expulsión tramitadas? Sin duda. Pero, señor Abascal, yo no sé si usted o sus compañeros son creyentes o no (supongo que unos sí y otros no), lo que sí sé son dos cosas: que ustedes hablan de evitar que los extranjeros que están en España puedan imponer religiones extrañas (imagino que extrañas a la católica) y que muchos de sus votantes sí son católicos. Para usted y para ellos, ningún consejo, Dios me libre, tan solo una reflexión: Id, pues, y aprended lo que significa “misericordia quiero y no sacrificio”.
Si me permite, don Alberto, voy concluyendo. Si de algo adolece tradicionalmente su partido político es de falta de contundencia, de poca solidez, de escasa asunción de riesgos. En mi modesta opinión fue esto, sobre todo, lo que hace dos años lo dejó a las puertas de ser presidente del Gobierno. No puede fiarse todo a los errores del rival, por más que estos sean tremebundos (discúlpeme, pero el dontancredismo o “rajoyismo” no solo está pasado de moda, es que no funciona, como ha podido usted comprobar).
Manténgase firme: si quiere un Gobierno monocolor, si cree en él, no ande matizando declaraciones después, no se acompleje ante el ardor patriotero y vocinglero de algunos. No se amilane ante los progresistas de “yo te creo, hermana” (pero, algunas veces), ante los de más sueldos mínimos interprofesionales y menos trabajo digno, ante los que alardean de que han hecho crecer el número de pobres afiliados a la Seguridad Social, ante las engoladas, pretenciosas y cursis fareras de Alejandría que luchan denodadamente por mantener la única luz que aún nos queda, la “sanchista”, ni ante los insultadores profesionales que se escandalizan y se sienten injuriados cuando les dicen la verdad sin adornos.
No preste oídos a los que dicen que ser moderado es no ser nada, porque se puede, se debe, ser mesurado, comedido y prudente; pero con decisión, con entereza, con aplomo, con tenacidad, con perseverancia, con propuestas concretas, con compromisos creíbles, sin titubeos y desde luego, con limpieza democrática. Y, solo si procede así, no cabe que se pregunte si se equivocará (no escuche cantos de sirena de asesores que velan, permítame el coloquialismo, por pillar cacho), porque no lo hará; en el peor de los casos, no conseguirá lo que deseaba por desistimiento democrático de otros, de los que creen, como el señor Rufián, que la corrupción, fuera de la izquierda, es algo congénito, mientras que, en el progresismo del siglo XXI, es tan solo una cutrez, un pequeño exceso de mal gusto. Si sucumbe a la tentación de identificar acierto con éxito y dignidad con oportunidad, se corromperá intelectualmente (como, según parece que indican las encuestas, lo están más del 20% de los españoles) y contribuirá a la consolidación de la autocracia, cada vez más complacientemente tolerada en esta España, que, a base de muros, Sánchez ha vuelto a separar en dos, intoxicando a una parte de la ciudadanía, que es la que constituye su base social.
Cuando haya elecciones, si no las gana, colabore, si le dejan —sin claudicar ni ceder a la ignominia desintegradora de España como nación política y cultural—, para que quien las haya ganado pueda gobernar. Si las gana y necesita ayuda, pídala, pero para dirigir con honradez e integridad para todos los españoles, no para permitir que otros lo hagan por usted, poniendo en riesgo sus principios y su integridad y los de la mayoría que lo votó o dejándolo en la cuneta a las primeras de cambio; y, si no se la quieren prestar, peor para quienes los han votado (¡Oído! ¡Otra de Sanchismo!) y para ellos: que se sometan de nuevo al juicio de unos electores que, ahora, no podrán obviar que el patriotismo se demuestra con hechos, y no con maximalismos, con soflamas o con símbolos.
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