Hay dos cultos globales que superficialmente han reflejado cierta autonomía, dos instituciones malleras con las sensibles fibras de la pasión. Una, bastante más reciente, ha tejido lúdicamente un rico planeta paralelo, en tanto que la otra genera admiración mediante su perdurabilidad: el Estado más pequeño del mundo proyecta una sombra ubicua.
De esta forma, la más joven exhibe un hipnótico espectáculo sencillo, al tiempo que la vetusta otro deslumbrantemente intangible. Sin embargo, con la superpotencia americana se han topado.
La Iglesia católica, la más experimentada de las dos, para esta extraordinaria durabilidad, se sigue acomodando a los tiempos: los más conservadores acusan cualquier posible cambio y los menos conservadores la señalan por todo, pero los pontífices continúan siendo la encarnación del astuto juego de la conservación; con una entonación diferente del mismo discurso atraen más o menos a través de una cosechadora que, aunque se atasca, marcha.
Además de los fieles, muchos críticos con la Iglesia quedan fascinados con el discurso cristiano del difunto papa Francisco. Hace unos años, otros menos críticos se derretían ante el discurso cristiano del bastante más carismático, e infinitamente más decisivo en lo político, Juan Pablo II. En el medio, unos y otros se aburrían con el discurso cristiano de Benedicto XVI.
El Estado de la Ciudad del Vaticano sigue siendo la única monarquía absoluta y teocrática de Europa: el celibato de los sacerdotes se mantiene intocable y la mujer permanece como un auxiliar a la sombra. Por su parte, el aborto, la eutanasia, los anticonceptivos o el matrimonio homosexual son considerados aberraciones.
Los “avances” de Francisco se apoyan en su reproche hacia los sacerdotes que no bautizan a los niños nacidos de parejas no casadas y en una actitud más benévola con respecto a los homosexuales. No obstante, su tenaz denuncia de la desigualdad es lo que encandiló a tantos. Un papa latinoamericano para recuperar la sangría causada por el protestantismo evangélico en toda América.
Ahora, la Iglesia sube la apuesta y, manteniendo el enlace con Latinoamérica, se conecta directamente con la primera potencia de la tierra, el país con mayor proporción de evangélicos, a través de un papa estadounidense con un fuerte vínculo con Perú. León XIV refleja otra personificación católica de los símbolos que tantea y recolecta la permanencia.
Por otro lado, la FIFA, la institución principiante, explotó en su descarada inflamación corrupta por un picotazo de Washington; del FBI destapando en 2015 el FIFA Gate a la organización de la 2026 FIFA World Cup se consolida una realidad sólidamente estadounidense del deporte rey, del fútbol americano a América futbolística.
Por si fuera poco, ya con la Copa Mundial de 2026 junto a la Copa Mundial Femenina de 2031, y los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 2028, en el bolsillo, Estados Unidos ha organizado la primera gran competición global de clubes: la Copa Mundial de Clubes de la FIFA 2025. Asimismo, se ha vuelto prácticamente la sede fija de los dos campeonatos continentales que reúnen a las selecciones de Centroamérica y Norteamérica: la Copa Oro de la Concacaf y la Liga de Naciones de la Concacaf. Por último, sin siquiera formar parte de la confederación responsable (la sudamericana), ha organizado la Copa América en 2016, en 2024 y presenta su candidatura para albergarla otra vez en 2028.
Por añadidura, el capital norteamericano se hace con el 20% de la propiedad de los clubes de las cinco grandes ligas de Europa (Premier League, LaLiga, Serie A, Bundesliga y Ligue 1). La Premier, considerada la más importante del mundo, ya tiene a la mitad de sus clubes con dueños estadounidenses.
El peso orgánico del fútbol y del catolicismo no es el del baloncesto y del evangelicalismo. Por lo tanto, es lógico que cualquier gran despliegue de poder deba acercarse de buena gana a estos fenómenos. Al fin y al cabo, de eso se trata esto: de creer y jugar.
Según Edward Luttwak, los principales damnificados por el turbocapitalismo están “ávidos por entretenerse con algo que les haga olvidar sus frustraciones, como la religiosidad vehemente o los deportes televisados”. Los Estados, en cambio, están ansiosos por embeberse hasta el hastío con estas fuerzas para que sus triunfos sean recordados.
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