Cuando era pequeño, era Spiderman. O mejor al revés. Cuando era Spiderman, era pequeño. Buscaba arañas y me las ponía en la mano para ver si me picaban y me transmitían sus poderes. Incluso llegué a volcar sobre ellas las limaduras de hierro y el sulfato de azufre del Quimicefa para provocar el accidente que diera origen a todo. Pero nunca sucedió nada más allá de mi imaginación. En la calle, avanzaba por las paredes simulando que trepaba como mi héroe, imitando a Nicholas Hammond, actor que lo interpretó en aquella adaptación naíf al cine del “Hombre araña” que me fascinó tanto en aquel momento que llegué a completar también la colección de cromos que salió a la par. Todo fue inútil, nunca adquirí esos poderes, algo que se fue concretando a medida que crecía, y que logró que, lentamente, fuera aceptando y abrazando mi humanidad, que era la de todos.
En algún momento, abandoné esa identidad secreta y me construí la mía propia, que tampoco fue fácil, que ser uno mismo a la vez que lo es para los demás resulta bastante más complejo de lo que parece, sobre todo en la adolescencia, ese periodo extraordinario donde se produce el festival de los cambios, físicos y mentales, esa metamorfosis que logra que aflore lo que se es y que ha de lidiar por encima de lo que los demás quieren que seas para encontrar un equilibrio que te permita seguir siendo tú en un mundo real que se aleja bastante del ideal que a uno le gustaría.
Rememoraba todo esto el pasado domingo cuando Ricky Rubio daba un pase magistral, uno más, hacia el debate sobre la salud mental y cerraba una semana que abrió Zverev después de su temprana eliminación en Wimbledon. Ambos han mostrado la otra cara del deporte, que es la vida, y esa dificultad para hallar la armonía necesaria donde puedan convivir lo que se quiere ser, lo que se es y lo que los otros esperan. Y de fondo, la soledad, inherente al ser humano, pero potenciada en el deporte de élite cuando no puedes escapar de las expectativas, esas que transforman tu naturaleza y tu arte en mercancía pervirtiendo la esencia del juego –lúdica y entretenida– y convirtiéndola en un negocio, uno más de los que nos advirtiera Karl Marx con su metáfora del gusano de seda y el sistema capitalista en el que seguimos inmersos y del que Ricky Rubio, según ha ido cobrando conciencia, ha querido salir, no sin daños.
"Me gustaría jugar al baloncesto sin todo lo demás, pero es imposible", dijo Rubio, y ahí está la inexorable realidad de la vida, que, aunque no nos guste, incluye siempre todo lo demás.
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