Ya hace más de dos décadas y media que, por razones laborales, emigré a Alemania. Estuve dedicado a realizar tareas docentes universitarias, un breve período, apenas unos años, pues tuve que regresar a España por razones familiares que no admitían otra solución. La cuestión es que, el tiempo en que allí viví y trabajé (al margen de algún brote de nostalgia emocional, pues fui solo), me sentí francamente bien: respetado y reconocido; es decir, intelectualmente apreciado y arropado académica y pecuniariamente de forma adecuada.
Como es lógico, además de desarrollar las actividades puramente laborales, tuve la oportunidad de relacionarme con una importante cantidad de gente —la mayor parte alemanes—, buenas personas a las que siempre estaré agradecido por su calidez y su cariño, que me ayudaron enormemente a superar alguno de los momentos más duros de mi vida, sin más interés que el de solidarizarse conmigo y acompañar, en su momento, mi dolor.
También conocí españoles, algunos de los cuales llevaban ya largo tiempo en Alemania y que, en no pocos casos, estaban deseando regresar a España, porque no terminaban de acostumbrarse al estilo de vida alemán; algo completamente comprensible, a la par que subjetivo, lo que, lógicamente, invalida como argumentos justificar tal actitud acudiendo a tópicos bien asentados, como que “como en España, no se vive en ningún sitio” o que “los alemanes solo saben trabajar” (peligrosa afirmación, que, por deducción, nos llevaría a conclusiones poco halagüeñas para nosotros). Como ya señalé antes, este no era mi caso, pues encontré en Alemania un bienestar que aún no he encontrado en España y que, francamente, a estas alturas, ya no aspiro a encontrar. En todo caso, mis experiencias y sensaciones tienen la misma validez argumental que las contrarias: ninguna.
No obstante, algunos de los fundamentos en que se asientan tales afirmaciones se presentan como pretendidamente empíricos; es decir, que como muchos españoles se pronuncian en el sentido de ponderar, por comparación, el estilo de vida español, esto, al parecer, avala la tesis de que ello es ciertamente así. Bueno, esta es la vieja confusión entre la observación y el análisis, entre el método inductivo y el hipotético-deductivo, entre el cientifismo y la ciencia. Pero como, a menudo, parece que a la sociedad le importan más las apariencias que la realidad y, por tanto, que la verdad; y como, por extensión, parece que, a algunas de las denominadas ciencias sociales, también, nos movemos frecuentemente en ese magma de afirmaciones sin justificación, que, a base de repetirse, se convierten en leyes atávicas e inmutables, que, en ningún caso, bien es cierto, se pueden rebatir, porque la afirmación que carece de sustento argumental no admite la acción de contradecirlo con razonamientos opuestos.
Que en España se puede vivir bien o muy bien, si nos referimos a aspectos cotidianos puramente materiales, no necesita demostración, pues es una evidencia. Igualmente, lo es que se puede vivir mal o muy mal. La diferencia entre el bienestar y el malestar, en este sentido, es puramente económica: a mayores ingresos mayor bienvivir; cuanto menores son estos, mayor malvivir. Lo mismo podría decirse de Alemania o, en general, de cualquier país occidental (y no me hablen de la meteorología, que, en una terraza a 42º C., no se puede disfrutar, lo mires por donde lo mires; desde luego, menos que a 5º C con mantita y estufa).
Si hablamos de otras cuestiones materiales que exceden del ocio y la francachela, yo no estaría tan seguro de que este país nuestro sea el mejor sitio para vivir, particularmente si eres nacional, honrado y no estás dispuesto a vivir de okupa, del cuento o del trapicheo o a ser menor de edad no acompañado a los 25 años, por poner algún ejemplo. No creo que sea este el mejor país (tampoco el peor, ciertamente) para pedir una cita médica con un especialista o para vivir, pagándola, en una vivienda digna, para encontrar una residencia de ancianos asequible, para viajar en tren sin percances, para pagar impuestos con contraprestaciones parejas o para encontrar un trabajo estable o recibir un sueldo digno.
Si hablamos del bienestar intangible (tan necesario, al menos, como el otro, y, a menudo, vinculado a él), no sé tampoco si este país es el mejor para poder fundar una familia, para mantener una estabilidad psicológica y emocional, para sentir y disfrutar de seguridad jurídica, para ejercer libertades individuales o para disentir públicamente. Lo digo, porque este es el país de los dos confinamientos ilegales, del cierre, también ilegal, de las Cortes Generales, del calificativo fácil y despreciativo desde el poder progresista a los disidentes intelectuales (la “fachosfera”, los bulos, los pseudomedios, el fango, los fachas con toga, etc.), de la paja en el ojo ajeno y la negación de la viga en el propio, de los fiscales defensores, de los tribunales constituyentes, del “no hay caso”, del aforamiento exprés fraudulento, de la fontanería de investigación, del feminismo de puteros, de las sobrinas indefensas con cotización y sueldo, del no reconozco mi voz, del “me he enterado esta mañana”, de asumir, con gran tribulación, responsabilidades de boquilla, de “esa persona nada tiene que ver con el PSOE”. Y todo esto, sin que socialmente pase nada, no puede sino ser un síntoma de septicemia social causada por patógenos y toxinas, al menos nominativamente, progresistas, que han agotado nuestras defensas, que nos han quitado lo que hasta ahora nadie había conseguido: la dignidad.
Si yo volviera ahora a Alemania (que está, objetivamente, mucho peor que cuando yo regresé a España; lo sé, porque viajo allí con cierta frecuencia) para vivir y trabajar (algo altamente improbable, dada mi edad), posiblemente me sentiría decepcionado por la inevitable comparación con lo que conocí a finales de los 90; pero no tengo dudas (al menos, de momento) de que sería más libre, de que tendría más posibilidades de poder alcanzar mis objetivos por mis propios méritos, de que un político corrupto, por acción o por omisión, dimitiría, en vez de aferrarse al poder, justificándose en que no le da la voz al pueblo, no sea que se vaya a equivocar y a decantarse por otro. La cuestión es que, posiblemente, estaría menos resignadamente repanchingado, apoltronado y acomodado; pero, sin duda, me sentiría más satisfecho y seguro de mí mismo, porque mi dignidad no sería el precio para vivir en paz.
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