El ascenso que estamos viviendo de los diversos populismos –con su rostro mesiánico - entre otras razones, deriva del cansancio ante las injerencias de lo público en lo privado, tan continuas como poco eficientes. Ni la mano invisible de Adam Smith ni los planes quinquenales de Iosif Stalin lograron la felicidad plena del hombre nuevo. Tan utópico fue el liberalismo como el materialismo dialéctico. Sin embargo, la humanidad sedienta de esperanza suele plegarse ante quienes formulan grandes y atractivas promesas, aunque sean irreales.
Al final, los humanos somos así, nos contentamos con lo poco, con el bien posible, con el mal menor. Después de manifestar la repulsa, se acaba disculpando a quienes no cumplen lo prometido, como si no tuvieran culpa, porque nos consolamos pensando en mundos mejores. Pero todo tiene un límite: la piedra de toque está en el respeto al estado de derecho. De ahí mi neta oposición a los políticos de cualquier signo que critican a los jueces –en Estados Unidos o en Hungría; en Israel o en España-, a la vez que subvierten el ordenamiento y promulgan la parcialidad a su favor en el funcionamiento de la administración de justicia.
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