El hombre no soporta un ritmo de cambio exponencial. Por sentido común, no abracemos algo que se nos diluya entre los dedos. La velocidad exponencial, el hombre light, las enfermedades mentales y la fragmentación sin fin, son cosas nada modernas. Desde —digamos— la Ilustración a la revolución cultural de 1968, estaba relativamente claro qué era el mundo moderno, una realidad estable y discernible, nada líquida.
La cuestión del ritmo del cambio es muy importante: por lo que se ve, nuestro mundo, por postmoderno que sea, no será capaz de adaptarse al post-postmoderno de 2050. En general, hay que adaptarse, sí, pero ¿a quién y a qué? A la velocidad actual, cuando hayamos terminado de adaptarnos a lo de hoy quizá sea ya historia (muchos adolescentes de hoy no saben qué era el Metaverso).
Como no tengo idea de Teología me abstendré de explorar otra línea, la de “no os amoldéis a este mundo” (S. Pablo), pero habría mucho que hablar, incluso aunque siguiéramos como en 1965. Y eso que el perverso mundo romano, éticamente, era una broma frente a lo de ahora. ¿Exagero? Pruebe usted a ver si Macron, Trudeau o Sánchez subscriben esto: “de mi abuelo heredé buen carácter y serenidad; de mi padre, carácter discreto y viril; de mi madre, respeto a los dioses, generosidad y abstención no sólo de obrar mal, sino de incurrir en tal pensamiento, frugalidad y alejamiento del modo de vivir de los ricos...” (Marco Aurelio).
En realidad, si fuera al revés, si fuera la Iglesia quien atrajera algo, aunque fuera un poco, al mundo, le haría un favor: darle un poco de sentido.
|