En los últimos tiempos, asistimos a una ofensiva política, orquestada principalmente, desde los sectores independentistas catalanes, que persiguen un objetivo muy concreto: lograr que el catalán sea reconocido como lengua oficial de la Unión Europea. Bajo el pretexto de proteger la diversidad lingüística y promover los derechos culturales, se esconde, sin embargo, una estrategia de fondo mucho más profunda, afianzar un relato identitario que busca desligar al catalán y por extensión a Cataluña del conjunto de España.
Este intento no es nuevo, pero ha cobrado fuerza en el contexto de las negociaciones políticas recientes, donde los votos de los partidos nacionalistas, se han vuelto clave para la gobernabilidad en España. Como moneda de cambio, se ha introducido con fuerza la reivindicación de que el catalán tenga en Bruselas el mismo estatus que el francés, el alemán o el italiano. Y, sin embargo, esta petición, más allá de lo simbólico, plantea serias dudas de orden político, jurídico y económico.
Porque no debemos olvidar una realidad incontestable, el único idioma oficial del Estado español, y el único de uso obligatorio para todos los ciudadanos, es el castellano. Así lo establece con claridad la Constitución Española en su artículo 3. Las demás lenguas, como el catalán, el gallego o el euskera, son cooficiales en sus respectivas comunidades autónomas, pero no tienen ni pueden tener ese mismo estatus a nivel estatal o europeo sin alterar el equilibrio constitucional.
Los defensores del reconocimiento europeo del catalán, argumentan que es una lengua con millones de hablantes y una rica tradición cultural. Cierto. Pero lo mismo ocurre con otras muchas lenguas regionales en Europa, el bretón en Francia, el sorabo en Alemania, el sardo en Italia, que no han sido reconocidas como lenguas oficiales en la EU. ¿Dónde trazar entonces la línea? ¿Quién decide qué lengua merece entrar en las instituciones europeas y cuál no?
La respuesta es política, no lingüística. En este caso, lo que se pretende no es garantizar derechos lingüísticos, que ya están ampliamente reconocidos dentro del marco autonómico español, sino convertir el catalán en un símbolo político de ruptura, dotarlo de una visibilidad internacional, que respalde una aspiración independentista, que no ha logrado imponerse ni por la vía legal ni por la social.
Además, no es un tema menor, el reconocimiento oficial del catalán en la UE supondría gastos multimillonarios en traductores, interpretes, adaptaciones administrativas y recursos públicos que, en última instancia, pagaría el conjunto de los ciudadanos españoles y europeos.
¿De verdad estamos dispuestos a destinar estos fondos solo para satisfacer un deseo identitario, que no representa al conjunto de los españoles, ni siquiera a la mayoría de los catalanes?
No se trata de despreciar la lengua catalana, que forma parte del patrimonio cultural de España. Se trata de recordar que hay una lengua común que une a todos los españoles, sin distinción de territorios ni ideologías, el castellano. Una lengua que no solo vertebra la nación, sino que es una de las más habladas del planeta, con más de 500 millones de hablantes en todo el mundo.
La riqueza lingüística de España es un valor. Pero esa diversidad no puede convertirse en instrumento de división ni de excusa, para avanzar en una agenda de fragmentación nacional. La lengua debe unir, no separar. Y el lugar del catalán está, como hasta ahora, en la cooficialidad autonómica, no en las instituciones de una Europa que necesita más puentes y menos fronteras.
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