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De la posmodernidad a la posverdad: la imposición de la democracia ideológica

Antonio Carrasco Santana, Valladolid
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miércoles, 21 de mayo de 2025, 12:47 h (CET)

Desde que en los años 60 del siglo pasado se fuera gestando, primero, y fortaleciéndose, después, la posmodernidad, esta fue enraizando progresivamente en el pensamiento de las futuras clases dirigentes, desencantadas con el materialismo, con el racionalismo y con la concepción asentada de que el conocimiento de la verdad está íntimamente ligado a la libertad, en la medida en que, desde la perspectiva de la modernidad, esta no puede prescindir de aquel. Así, lo posmoderno se fue configurando progresivamente como una ética social minoritaria y, posteriormente, política, que acabó desembocando en una ética social pública, como una reacción antimaterialista e irracionalista de reformular la modernidad.


El irracionalismo no constituye, sin embargo, un modelo alternativo al racionalismo, algo así como un racionalismo de signo negativo; no es la consecuencia, si se nos permite, de admitir una lógica de la irracionalidad sustitutiva, a modo de elemento-guía, del conocimiento del mundo —modelo intelectual mediante el que accederíamos a la realidad de las cosas y, por tanto, a la verdad de lo material—. El irracionalismo es, de facto, una forma de negación de lo tangible, de lo material, que, fuera de la modernidad, no es sino percepción circunstancial de entorno, que configura realidades virtuales variables, incertidumbres plurales que aspiran a ser la prueba de la verdadera libertad, autojustificada en su heterogeneidad individual y social.


Es así, por tanto, que, acogiendo el irracionalismo como fundamento, la realidad no es tal, sino agrupaciones de creaciones pseudoperceptivas del individuo (a menudo, interesadamente inducidas), que parten de sus condicionantes accidentales, a las que no se les supone ninguna preexistencia respecto de él. En consecuencia, al contrario que en una concepción racionalista

—en la que la verdad (incluso relativa, como paso intermedio en la incesante búsqueda racional de la verdad absoluta, independientemente de que se crea o no en su existencia) es necesariamente el corolario del análisis racional de la realidad—, no puede haber en el irracionalismo ninguna verdad, pues no tiene realidad en la que sustentarse. Como inevitable resultado, el vacío que genera la ausencia de verdad —cuya búsqueda, aun siendo la mayor parte de las veces implícita e inconsciente, constituye el principio impulsor de nuestras palabras, de nuestros pensamientos y de nuestras acciones— solo puede abocar al ser humano a la inexistencia intelectual o —aferrados a nuestra tendencia innata al procesamiento mental para la aprehensión y el conocimiento de la realidad— a la adopción de una verdad falaz procedente de una “realidad voluntarista”, de una irrealidad inventada a la medida de los deseos e intereses de uno mismo o, sobre todo, de quien tiene la capacidad de imponerlos a los demás fingiendo que son el resultado de un proceso cognitivo.


De tal verdad sustitutiva y falaz, de la posverdad, y de la irrealidad en que se funda, está necesariamente ausente la libertad, pues esta o es racionalista —en la medida en que es la noción en que se configuran los procesos mentales específicos y consustanciales al ser humano, aun cuando presenten sesgos procedentes de la vida en sociedad, que, en principio, nuestro intelecto es capaz de combatir— o, como en los casos anteriores, es una dependencia encubierta, por la que se establece que una sociedad es libre porque a los individuos que la conforman se les ha informado desde la dirigencia de que así es, dado que viven en un régimen denominado de derechos a los que la mayor parte de las veces se identifica con libertades, invirtiendo, precisamente, el proceso racional, según el cual, la democracia ha de derivar de la consolidación e institucionalización de la posibilidad cierta del ejercicio individual y soberano de la libertad no violenta, y no a la inversa.


De lo manifestado hasta ahora, se debe colegir, a nuestro parecer, que sin realidad no hay verdad; en ausencia de esta, no hay libertad y, como consecuencia, no puede haber democracia auténtica, sino alguna modalidad de autocracia. De modo que, dada la inviabilidad de la existencia de humanidad sin la búsqueda del conocimiento de la sustantividad o, al menos, de un espejismo creíble sustitutivo de la misma, por necesidad de supervivencia, ello conduce al ser humano, inevitablemente, a la realidad o a la irrealidad, respectivamente. Si este último es el caso, no es la verdad, sino el engaño (la mentira, si se prefiere) el que se instala en la mente del individuo; y, cuando el engaño es secundado por un número no despreciable de congéneres (máxime si estos son socialmente relevantes), es confundido frecuentemente con la verdad y, paralelamente, entre sí, sus frutos: el sometimiento y la libertad, respectivamente, que, en el plano político, se corresponden, por este orden, con la autocracia y la democracia. De tal modo que esta procede de la búsqueda de la verdad y aquella de la ausencia de esta; pero, como, cuando el engaño es prolongado y, sobre todo, evidente resulta insufrible para el individuo, primero, y para la colectividad, después, —con el riesgo para los gobernantes que tal situación supone— se impone, una de estas dos opciones: fundamentar el gobierno en la verdad —lo que, esencialmente, es antipolítico, porque despoja de influencia y poder al mandatario, cuando no desvela, además, sus miserias morales— o en la posverdad, una irrealidad paralela a la realidad, que aparenta ser esta, y que nos hace percibir como cierta la mentira generalizada que lleva aparejada, que, en lo esencial, se reduce a simular que somos libres porque tenemos la opción de elegir, sin mencionar, naturalmente, que podemos hacerlo entre un conjunto de falacias diversas, que, precisamente por su multiplicidad, se asemeja a una alternativa verídica.


De manera tal que la autocracia se abre paso por dos vías: una más tradicional, en forma de dictaduras o de regímenes autoritarios, revestidos, acaso, de algunos de los aspectos formales propios de la democracia, tales como el hecho de poner urnas cada cierto tiempo; y otra, se podría decir, más sofisticada, que aspira a ser la sucesora natural de la democracia liberal.


La primera, se sirve de la falsedad, entre otros medios (entre los que se encuentran las diferentes variantes de disuasión explícitamente coactivas), para dominar a los gobernados, que, no obstante, aun en el caso de los que aceptan el régimen y, por tanto, sus procedimientos, admiten el embuste como lo que es; es decir, en general, ningún ciudadano de estas modalidades de autocracia está instalado en la irrealidad, sino, que, en unos casos (los opositores), se produce una reacción de sometimiento temeroso (no necesariamente exenta de brotes de rebeldía, muestra inequívoca de la persistencia de la conciencia de la verdad), mientras que, en otros (los afectos y los satisfechos con el régimen), se considera la mentira una práctica lícita para alcanzar los objetivos del régimen. En todo caso, al menos, la permanencia en la realidad constituye siempre, en nuestra opinión, un motivo de esperanza, puesto que, en estos casos, caminar hacia la libertad, aun siendo siempre algo realmente arduo, requiere de acciones orientadas al cambio político-ideológico, pero no a la reversión perceptiva, al tratamiento terapéutico de un trastorno psicótico instigado desde arriba.


La segunda, a la que denominaremos democracia ideológica, como señalamos en el título, es más compleja, más elaborada, y ambiciona extender el trastorno psicótico a que nos referíamos como procedimiento cuantitativo de encontrar una certidumbre y un sosiego perfectamente aceptables y supuestamente racionales en la irrealidad y, en consecuencia, falaces en la realidad. No obstante, presenta interesantes concomitancias con la otra variedad de autocracia: tiene, como ella, una voluntad de pervivencia y sus dirigentes, al margen de estilos, carecen de principios éticos, con lo que son profundamente amorales. Ahora bien, las diferencias comienzan con los gobernados, porque, mientras que, en el caso de las dictaduras o de los regímenes autoritarios, estos o están sometidos (inmorales por imposición, claudicantes o no) o son voluntariamente inmorales —por tanto, en este último caso, conscientes de la deshonestidad de sus acciones en relación con los otros, con los que sufren represión, y consigo mismos, en la medida en que renuncian a la libertad en favor de bienestar en diversos grados—, en el de las democracias ideológicas, los gobernados favorables a las mismas (mayoritariamente, incultos cultivados en invernaderos culturales y educativos adoctrinadores y propagandísticos, transmutados posteriormente en ignorantes vocacionales y, guiados por la necesidad de arraigo y pertenencia, en compensación, convencidos fanáticos activistas de la parcialidad y el sinsentido, que, frecuentemente, consideran justicia popular) son, en cambio, dogmática e inconscientemente amorales en relación con la verdad y pretenden acabar con la disidencia intelectual (que equiparan con la ideológica, razón por la que se sienten amenazados con la discrepancia argumental) mediante pseudoargumentos que, a menudo, consideran racionales, siendo, por el contrario, que no son sino falacias uniformadoras, que han sido concienzudamente instaladas en sus mentes por los mandatarios, que, tras haberlos conducido a una irrealidad conveniente, que van construyendo según las condiciones que más favorezcan su permanencia en el poder, han nublado su capacidad de discernimiento, que se ve sustituida por lo que ha venido en llamarse un argumentario ideológico; a saber, un conjunto de eslóganes y de pautas de comportamiento hostil con el discrepante, que se dictan desde el poder para que el gobernado (a esas alturas, súbdito entregado y sostenido de algún modo por el Estado) se identifique con el gobernante, que, en aras de la participación, delega parte del ejercicio de la dominación social, precisamente, en el ciudadano adocenado, adscrito, con cierta frecuencia, a grupos de presión (como mínimo, intelectualmente corruptos por su propia naturaleza), que, curiosamente, considera, a menudo, canales para conducir una libertad de expresión colectivista, es decir, una pseudolibertad convincente (asociaciones culturales o vecinales, ONG’s, agrupaciones electorales, sindicatos, etc., alineados ideológicamente con los mandatarios).


La democracia ideológica solo puede pervivir en el ecosistema que le es favorable: la posverdad. Solo esta puede adaptarse a las necesidades cambiantes derivadas de supeditar cualquier acción al interés propio, dando verosimilitud y aspecto racional a las decisiones contradictorias que inevitablemente se suceden y que son justificadas como manifestaciones de tolerancia, de flexibilidad, de capacidad de entendimiento y acuerdo o de resiliencia, porque lo que es virtuoso en el plano irreal de la posverdad constituye en el opuesto, forzosamente, un vicio que distorsiona la realidad y que, por tanto, descompone la verdad.


El tránsito de la democracia liberal a la ideológica, de un régimen de libertades públicas individuales y colectivas a una autocracia “agradable”, de la realidad a la irrealidad, de la verdad a la posverdad, es posible exclusivamente mediante un trabajo continuado de corrupción que solo puede ser concebido y ejecutado por aquellos que no solo carecen de convicciones democráticas, sino de cualquier atisbo de ética y que, por tanto, exhiben, forzosamente, la amoralidad como única norma recurrente de su actividad pública; es decir, por los que aspiran a perpetuarse en el poder no solo ocultando sus convicciones antidemocráticas (como los dictadores o los gobernantes autoritarios), sino, particularmente, proclamando ostentosamente las democráticas con una insinceridad tan espontánea, convincente y pertinaz, que, la mayor parte de las veces, simula perfectamente franqueza y, aún más, arraigo de valores y principios, que, por supuesto, son tan irreales como su liberalidad.


Dado que, como es evidente, la posverdad funda su existencia en el contraste con su contraria, la verdad, así, la irrealidad se establece y se define por oponerse a la realidad. En consecuencia, el primer paso para que la irrealidad y la posverdad que se instala tras el triunfo de esta se impongan es la destrucción, por cualquier medio, de sus adversarios (degradados a enemigos), que, en el caso de la política que se practica en una democracia ideológica, están representados por los políticos de la oposición. De forma tal que, una vez exterminada la realidad, ocupado su espacio por la irrealidad gubernamental y aceptada por un sector relevante de la ciudadanía, la mentira (que, ciertamente, es creciente en todos los gobiernos occidentales que se siguen preciando de ser democráticos) se va abriendo paso cada vez con menor resistencia, hasta afianzarse, singularmente en el país, como posverdad político-social, como verdad oficial.


A este esquema profunda e intrínsecamente degenerado moralmente y, como consecuencia, de degradación y descomposición democrática, responde una buena parte de los comportamientos del actual Gobierno de España —al menos, para quien esté instalado en la realidad o todavía pueda volver a ella—, que, en vez de someterse al control de las respectivas cámaras legislativas y dar cuenta de sus acciones cuando es democráticamente requerido para ello, actúa como opositor de la oposición, es decir, como negador de la realidad —ofreciendo una narrativa alternativa a esta—, y, por tanto, como represor del acceso a cualquier verdad que pudiera haber en la exposición que la oposición intenta hacer de dicha realidad.


Ejemplos de ello los encontramos, entre otros, en el modo en que se ejerce el poder en estas dos últimas legislaturas: las numerosas proposiciones de ley para eludir los informes preceptivos de los órganos consultivos, el abuso evidente de la figura del real decreto ley, la no presentación de proyecto de presupuestos, el aislamiento y la desconsideración a las que se somete al jefe del Estado, la ocupación indebida y artera de la mayor parte de los órganos del Estado, violentando la separación de poderes, el acoso cada vez más procaz a jueces y magistrados y, sobremanera, la creación de narrativas de la irrealidad para desprestigiar, denostar y asediar a cualquier medio de comunicación o individuo con cierta relevancia social y posibilidades de éxito que sea capaz de desenmascarar, siquiera mínimamente, la posverdad, que frecuentemente extienden los medios de comunicación favorecidos por el poder.


Con todo, no se debe perder de vista que, como en el iceberg, lo que se ve es lo de menos: la verdadera «excelencia» en la corrupción no se halla, al menos aisladamente, en la malversación de dinero público (en sus diversas variantes), ni en los casos de prevaricación, ni en el nepotismo, ni en la parcialidad, ni siquiera en la mentira. La auténtica corrupción, la corrupción absoluta, la «sublime»—a semejanza de lo que sucede en la relación entre los diferentes males y el mal— hunde sus raíces en la aceptación y la normalización de la posverdad hasta el punto de convertir a los ciudadanos en seres no capaces de distinguirla de la verdad o, incluso, de hacer que creamos en ella, en la admisión acrítica de la irrealidad como el contexto lógico en que han de desarrollarse nuestras vidas, en la convicción irreflexiva (en la falsa creencia) de que la ideología puede suplir al razonamiento libre y de que democracia es todo lo que formalmente cuenta con parlamento y urnas. El triunfo socialmente mayoritario de la posverdad, en definitiva, comienza siendo el medio de asegurar la prevalencia de alguien, pero, sostenido en el tiempo, conduce, inexorablemente, a la consolidación de un régimen de iniquidad.

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