Confirmado: el lobo feroz no se comió a la abuelita. ¡Es todo un cuento! Como lo es que los lobos, en general, se caractericen por una especial «ferocidad», o incluso cierta «mala fe». Son simplemente lobos, y como tales se comportan, tratando de conseguir su condumio diario y sacar a sus familias adelante, como hace aquí todo bicho que se precie, con nosotros los humanos en la lista.
Lo que sí parece claro es que el lobo no lo tiene fácil en ninguna parte, y menos en España. Por estos lares se le persigue con saña, en una guerra unilateral liderada por las administraciones públicas, lo que sirve de escudo protector a los ganaderos, quienes exigen a pleno pulmón su «derecho» a explotar a ovejas y cabras, negando al tiempo a los lobos su derecho a la vida y a la integridad física.
El debate sobre el lobo puede abordarse desde muchos prismas, y yo quiero hacerlo aquí desde el puramente ético (¿animalista?). Porque no me acaba de convencer la fórmula bipolar de abordar el tema: de un lado, los ganaderos; de otro, los ecologistas. ¿Qué pasa con los «derechos individuales», que siempre quedan relegados a un plano menor, cuando no inexistente? Aproximarse al escenario desde esta perspectiva conlleva tener en cuenta no solo a los lobos, sino a otros animales, como mismamente los explotados por el sector humano (ovinos, vacunos, équidos). Huelga decir que hoy, en pleno siglo XXI y en el llamado Primer Mundo, la praxis ganadera queda muy cuestionada desde el punto de vista de la supervivencia. Y también los perros pastores, usados como simple herramienta de trabajo por sus dueños, y a los que se escatima por decreto la experiencia de una vida plena como miembro de un clan humano (una verdadera familia, en definitiva).
Convendría establecer de principio determinados hechos ciertos, como son las distintas sensibilidades que guían y sustentan el ecologismo y el animalismo clásicos. Y no me parece pertinente tratar de maquillar ni una ni otra para poder presentarlas en sociedad como idénticas, o siquiera como similares. Mejor dejar que cada realidad ocupe su puesto y que cada cual elija (ambas, por ejemplo). Porque son en sí mismas deseables por separado, e incluso no debieran tener especial problema para abrazos mutuos, y quién sabe si fundirse en un momento dado.
Hecho el inciso, y centrado el tema en el lobo, quizá el primer aspecto que merezca ser tenido en cuenta sea la propia naturaleza del manejo del ganado en la actualidad. Al menos en el País Vasco, el tradicional pastoreo dejó de serlo hace ya mucho, dado que hoy la mayoría de los «pastores» echan sus ocho horas en la fábrica, y suben al monte los fines de semana, en una especie de «comunión mística con el medio». De serlo, sería este una suerte de «pastoreo lúdico». Así las cosas, es normal que en ocasiones sean los depredadores de toda la vida ―quienes además se han quedado sin su despensa natural, diezmada por los humanos hasta en ciertos casos la práctica desaparición― los que procedan a servirse su ración cotidiana. En tales circunstancias, cabe considerar la licitud moral de los lobos para atacar a las ovejas como bastante superior a la de los ganaderos para similar propósito. Porque deberíamos dejar claro de una vez que la práctica de la ganadería (incluida la extensiva) supone un ataque frontal a los derechos más elementales de los animales implicados. ¡Ya me dirán si no qué es de facto tratar a seres sensibles ―las ovejas lo son, sin duda― como simples mercancías, sin dedicar un mínimo esfuerzo a procurar entenderlas, a ponernos en su lugar! A ellas les apetece y les desagrada a grandes rasgos lo mismo que a usted o a mí. ¿Por qué habría de ser distinto?
Manifiestan los ganaderos que el lobo afecta de manera grave a sus intereses. Y no les falta razón. Pero obvian con indisimulado descaro que también los lobos tienen los suyos. ¿O acaso alguien piensa que un disparo en el costado o la pérdida de la compañera sentimental son hechos inocuos para ellos? Sin ningún género de dudas, tales cosas suponen dolor físico y tormento emocional, y los lobos están tan interesados como podamos estarlo nosotros en eludirlos. ¿Resulta proporcionada la reacción de los ganaderos al matar y destruir familias ante una pérdida que no supone para ellos sino una parte ínfima de lo que poseen? Salvo que nos abonemos a la discusión reduccionista entre ecologistas y ganaderos ―con la administración como «árbitro casero» en este caso―, otras muchas reflexiones deben salir a la palestra en este debate, y la ética global ocupa aquí un lugar preferente.
Precisamente su carácter global nos obliga a considerar a otros grandes olvidados: los perros. Se trata de animales usados ―en su acepción más mecanicista― hasta su extenuación. ¿Alguien se ha parado a pensar qué sucede con estos «braceros» cuando cumplen cierta edad y ya no responden con la eficacia inicial a su triste papel de matones? ¿Cumplen las instituciones públicas la normativa proteccionista en tales casos? Los mastines destinados a disuadir a los lobos con su imponente presencia apenas pasan de ser burdas herramientas de las que el dueño del rebaño se deshará en cuanto no satisfaga sus expectativas. Un torpe disparo, una cuerda al cuello, o lanzarlo vivo a una sima son demasiadas veces los expeditivos métodos empleados por los ganaderos para eliminar el «material viejo».
Las razones para pedir una estricta protección del lobo se muestran contundentes, y pasan por que la especie cumple todos y cada uno de los requisitos exigidos para su incorporación inmediata al listado; o que, de seguir esta dinámica, la situación será por completo irreversible. Y por “dinámica” hemos de entender aquí la persecución sin tregua a todo lobo que ose pisar determinados terrenos. Tenga o no pareja; tenga o no cachorros; tenga o no culpa. Añadamos que la «culpa» del lobo es la necesidad de alimentarse, como todo hijo de vecino. Solo que a ellos se les pone a pedir de boca una estantería repleta a la que ninguno renunciaríamos llegado el caso. Mencionaba antes un pastoreo en muchos casos «de fin de semana», por cuanto se dejan los animales a su suerte hasta que el sábado al dueño se le ocurre hacer una escapadita al monte a comprobar si su prole continúa intacta. Mejor si lo decimos clarito: ¡esto ni es pastoreo ni es nada! [Conste que, en calidad de animalista, no lloraré el día que desaparezca el último pastor]. Creo que ha de establecerse cuanto antes otra forma de relación entre humanos y animales, muy distinta a la explotación y al sacrificio sistemático en plena juventud. Pero desciendo por un momento al suelo para el caso que nos ocupa, y manifiesto mi coraje ante la afectada indignación de según qué urbanitas snobs cuando les tocan su hacienda, mientras ellos se ponen hasta las trancas de chuletones en el asador más cercano.
Insisto: si de intereses se trata, los lobos también los tienen. ¡Y de bastante mayor calado que otros actores del escenario! Porque digo yo que mayor será el interés en sobrevivir que en el de sacarse unas perrillas extras. Tengo entendido que en Alemania, por ejemplo, la administración correspondiente induce a los ganaderos damnificados por la entrada de lobos desde Polonia a reconvertir en cierto grado su actividad: dedicación exclusiva, protocolo de avistamiento y comunicación de ejemplares… Si al año se comprueba que no ha cumplido su parte del pacto, se les retiran de inmediato las posibles compensaciones económicas.
En el apartado de las paradojas, baste recordar que algunas especies «problemáticas» ―e incluso ocasionalmente homicidas, como el Tigre de Bengala en la India― gozan de una estricta protección legal, mientras que los lobos españoles («solo» ganadocidas, y además en grado mínimo) siguen desamparados y en un permanente punto de mira.
¡Que venga el lobo! No pasa nada. Porque estaba aquí antes que nosotros. Porque tiene pleno derecho a su parcela en el mundo. Porque no sabe comer otra cosa que animales (a diferencia de lo que sí sabemos comer nosotros).
El lobo forma parte de nuestra cultura, de nuestra iconografía y de nuestros cuentos. El «lobo malo» no existe. No al menos en mayor grado que el «humano malo». Hagamos que comience a formar parte también de nuestra ética colectiva.
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