Hace un año, reflejaba mi opinión en Diario Siglo XXI acerca del panorama presente y cómo debería ser el futuro sobre la Unión Europea. Era enero de 2024 y quizá caiga en la tentación cursi de decir que ese tiempo pasado fue mejor que el presente que vivimos más de un año después. En mi artículo, reiteraba y reitero que nos encontramos inmersos en una suerte de Neo-Guerra Fría o de Guerra Fría 2.0, por lo que hacía un alegato en pro de la Unión Europea como un actor privilegiado y modélico a la hora de reencarrilar unas relaciones internacionales cada vez más tortuosas y sin visos de reencauce posible. Y esto, principalmente, porque el club comunitario se ha granjeado una posición respetada y respetable por su, a mi juicio, enardecida defensa de los derechos humanos y las democracias. No obstante, la situación poco ha mejorado desde entonces. Es más, siendo objetivos, ha empeorado. Por condensarlo brevemente, podemos afirmar que seguimos con dos guerras enquistadas cuya resolución parece más bien una quimera, un sueño onírico, que el fruto de voluntades reales políticas, pues son estas inexistentes. Y, por si fuera poco, las elecciones al Parlamento Europeo de junio y otros comicios celebrados desde entonces (Francia y EEUU, en 2024, y Alemania en febrero de 2025) acentúan una tendencia cuya trascendencia, personalmente, no creo que las sociedades hayan interiorizado: la voluntad de destruir y cercenar las libertades y derechos fundamentales, de reinventar (o abolir) instituciones y elementos tan básicos como el Estado de derecho. Todo ello, llevado a cabo por grupos políticos cuyo sistema de funcionamiento cumple (por ahora) los parámetros constitucionales, pero cuyas aspiraciones recuerdan más bien a conceptos difíciles de digerir: caudillismo, autarquía…
No lo expresan abiertamente, pero, si se analizan minuciosamente sus discursos, sus acciones (imposición de aranceles, por ejemplo) y su consolidación como líderes redentores de una sociedad supuestamente en colapso, el paralelismo con tiempos y desmanes del siglo pasado es inevitable. Ante ello, tenemos probablemente el futuro más incierto que nunca. Dichos líderes se valen de demagogia y populismo para, mediante medios democráticos como son las elecciones, entronizarse en instituciones y después, remodelarlas a su gusto.
En el hemiciclo europeo, la extrema derecha ocupa una posición privilegiada. Las negociaciones y el consenso entre los 27 estados miembros cada vez se antojan más difíciles, puesto que, de un lado del tablero, están Orban, Meloni, Wilders y Fico como disruptivos del modelo tradicional comunitario. Y del otro, por el momento, aguantan los líderes socialdemócratas, socialistas o democristianos, pero con sentido de estado y que ejercen de dique de contención de expansión de esos fenómenos (Sánchez y Macron son dos ejemplos).
No sabemos aún a qué aeropuerto conducirá este turbulento vuelo, pero es innegable que se están trazando modelos oligárquicos, que se coaligan entre ellos, calificando de parias a la casi silenciada inmensa mayoría que aboga todavía por la salvaguarda de la democracia y de los modelos políticos que tanto costó consolidar en Europa. Apelaba hace un año al optimismo. Quiero seguir viendo el porvenir con positividad, pero, lamentablemente, los acontecimientos no invitan a ello.
Reconozco, basándome en la formación académica que he recibido hasta mi joven edad, que hoy me es mucho más difícil que hace exactamente un año tratar de predecir o vislumbrar posibles soluciones al descorazonador status quo actual. Ahora bien, no obstante, sigo pensando que la Unión Europea puede ser un excelente catalizador de sinergias para tratar de contrarrestar efectos indeseados e indeseables de estos neopopulismos que asolan Europa y Occidente por doquier, 103 años después de la Marcha sobre Roma de Mussolini y casi un siglo más tarde de que Hitler llegara al poder (recuérdese que popularmente electo) en Alemania. Se puede argüir que es una moda y que, como todas las tendencias, tienen sus puntos álgidos y sus ocasos.
Se dice que nunca llovió que no escampara, pero ya es como para ponerlo en duda, porque lo que empezó siendo excepcional, es decir, un tonteo con discursos simplistas que venían a revivir una supuesta vieja gloria pasada nacionalista, presentando a Bruselas como un chivo expiatorio perfecto, ha derivado en lo normal: en asimilar que, cada vez que se celebran elecciones en algún país democrático de Europa, fuerzas políticas próximas a la Rusia de Putin (que, todo sea dicho de paso, no tiene fama de ser muy democrático) terminen acariciando o, directamente, conquistando los gobiernos. Paradójico, ¿no? Que quienes se muestran decididos a subvertir o diseñar una nueva forma de “democracia” se valgan precisamente de ella para lograr sus aspiraciones.
En cualquier caso, la Unión Europea, aunque no exenta de críticas, a menudo justificadas, sabe bien responder: ¿que Orban sigue coqueteando con Putin y se niega a prestar ayuda a Ucrania? No se preocupe, primer ministro de Hungría, que le vamos a bloquear temporalmente los fondos comunitarios que tanto le han servido para modernizar su país. ¿Que Donald Trump impone aranceles a la siderurgia y alimentos europeos? Pues ahí va una ración de aranceles para las nueces de California o las Harley-Davidson.
En cualquier caso, concluyo mi comentario como finalicé mi columna hace un año, aunque lo enmiendo parcialmente. La naranja global deviene cada vez más cítrica. Su agrura ya ha quedado más que demostrada. Los europeos (los demócratas de verdad) tienen aún una oportunidad de oro para engendrar otro fruto, más dulce y maduro, y a cuya siembra quiera unirse el resto del mundo. Por ahora, a falta de cosechas más ambiciosas, la única simiente que sigue plantando la UE es la de la persistencia en clamar su voz, su alternativa.
Es algo que no ha cambiado a lo largo de diferentes presidentes estadounidenses: Bush, Obama, Biden y la doble y empachadora ración de Trump que se nos hace, ahora, de nuevo, engullir. Tampoco es algo que asimilen los mandatarios populistas europeos, que entienden el proyecto de la UE a su manera, desvirtuando las conquistas logradas por Schuman, Simone Veil, Delors, Kohl, Louise Weiss y otros padres y madres de Europa. Pero aún persiste la opción democrática. Y eso, ya de por sí, es una buena noticia que celebrar.
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