A veces paramos nuestra atención en el peso que el amar comporta, en la carga que echan sobre los hombros y los corazones de quienes aman, los compromisos que el amor trae consigo; y apenas sí contemplamos y gozamos la alegría de amar y de ser amado; el gozo de darnos por completo y de besar las manos de quien recibe el don de nuestra vida, y nos da la suya. Una alegría que prepara a los hombres y a las mujeres a soportarlo todo, a descubrir un sentido hasta en los mayores sacrificios, a unirse al amado en medio de los peores sufrimientos. La profunda alegría de darse a Dios, a los demás, a la persona amada, sin esperar nada a cambio. El premio ya está en poder amar; en el gozo de dar.
Incluso la separación física surgida por necesidad, por vueltas de la vida, no destruye las raíces del verdadero amor.
El amar siempre nos enriquece. El interés por el poder, la gloria, el dinero, el triunfo, la fama, nunca es un sustitutivo del verdadero amor.
Esa conversión de quien ama comporta no pocas veces sufrimientos y penas, renuncias y sacrificios, que el mismo amar acaba transformando en el gozo de una resurrección. Porque sólo el amor atraviesa la muerte, y lo hace con alegría.
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