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La Iglesia prohíbe esparcir las cenizas de los difuntos

Pulvis eris

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Una de las indiscutibles ventajas de no ser católico practicante consiste en poder “pasar” de las arbitrariedades del Vaticano.

Ya es en sí mismo contra natura que los curas y monjas tengan algo así como el sexo de los ángeles (o, al menos, así se pretende) y que ningún papa, hasta ahora, ni siquiera el rompedor Bergoglio, se haya atrevido a acometer el asunto del celibato: una aberración, ya que no se trata de una decisión personal, sino de un voto (como los de pobreza y obediencia) y, por lo tanto, obligatorio.

La gente de mi generación (católicos practicantes o no; da igual, puesto que a todos nos queda la “marca de la casa”) crecimos en la creencia de que a los nonatos o infantes no bautizados les aguardaba el Limbo; un espacio luminoso en la nada, con trinos de pájaros, rumor de arroyuelos y aroma a “nenuco” (así es como, al menos, me lo imaginaba yo a los 6 o 7 años) Los malos muy malos (que son pocos) irían directamente a asarse por toda la Eternidad en las calderas de Pedro Botero; es decir, en el Infierno. Por otro lado, los simples pecadores, carne mortal (que somos legión) habría de pasar por una antesala de purificación llamada Purgatorio, antes de poder gozar de la presencia divina. Finalmente, los buenos muy buenos (que son también muy pocos) llegarían directamente al Cielo, que es donde se dice que habita el Altísimo.

Hasta aquí todo parecía “atado y bien atado” por los teólogos cristianos, que, en el fondo, tampoco son tan diferentes de los otros teólogos de las “religiones del Libro”; es decir, de judíos y mahometanos. A nosotros no se nos prometía gozar de las huríes (por cierto, qué machismo; porque, que yo sepa, en el Corán no se promete a las mujeres gozar de apuestos mancebos) pero al menos nos quedaría el consuelo de no tener que prescindir de los placeres del jamón de bellota y el buen vino.

Juan Pablo II, el papa más preconciliar que ha tenido la Iglesia desde el Concilio Vaticano II, aseguró la tradición; tranquilizando a los que temían ciertos aire de “renovación perniciosa” en su seno. Mas, ¡oh! sorpresa, su sucesor, Benedicto XVI, que como cardenal Ratzinger había encarnado la tendencia más conservadora del ya ultra conservador papado de Karol Wojtila, sorprendió a los devotos al eliminar de un plumazo nada menos que el Infierno. Fue algo parecido a lo que Margaret Thatcher hiciera con la minería en Gran Bretaña en los 80: una reconversión industrial, pero a lo bestia.

Y la Bestia, con sus miríadas de demonios, ángeles caídos, íncubos, súcubus, diablillos y diablejos (que no hay que confundir con los pobres diablos) andan por ahí, haciendo de las suyas como siempre, a la espera de destino. Acaso, como aquel anuncio de televisión de hace años en el que un viejecito que habitaba en una remota aldea perdida en la montaña se preguntaba qué pensaría Franco de “todo aquello”, sin saber que el general llevaba en su frío sepulcro de Cuelgamuros más de un cuarto de siglo, cabría hacerse la misma pregunta: ¿Qué pensaría el papa polaco de todo esto? Pero… ¿es que importa algo? No sé, no sé… Bergoglio no ha dejado de sorprendernos desde que se convirtió en papa Francisco. Y no sólo por prescindir de una buena parte del boato que impregna los modos y maneras del Vaticano (incluidos los chapines morados), sino por acercarse a grupos sociales tradicionalmente considerados como apestados por la Iglesia –especialmente el de los gays y lesbianas- y admitir que hay corrupción dentro de la Iglesia, cosa verdaderamente insólita.

Que él y su antecesor prescindieran del Infierno y del Limbo dejó un poco “in albis” (tenía que incluir algún latinajo al referirme a estos temas) a los que imaginábamos bebés sonrosados, como querubines, disfrutando de las praderas de la Eternidad… pero, como dije al principio, una de las ventajas de no ser católico practicante es la de tomarte estos dogmas y ocurrencias a beneficio de inventario. Yo prefiero seguir imaginando que Hitler, Stalin, Pol-Pot y tantos otros arden en las calderas y respiran vapor de azufre y que los nonatos e infantes inocentes huelen a colonia “nenuco” y su no-ser disfruta, al menos, del frescor de las verdes praderas.

Del Purgatorio no se ha dicho de momento, que yo sepa, cosa alguna. Déjenlo así; para muchos se encuentra aquí, muy cerca, en la vida diaria.

Pero permítame, respetado Santo Padre, que avente mis cenizas donde me venga en gana. No dogmatice con el destino final de mis pavesas y deje en paz a las “médulas que han gloriosamente ardido” Ocúpese, como Arguiñano, de cosas “con fundamento”.

Pulvis eris

La Iglesia prohíbe esparcir las cenizas de los difuntos
Luis del Palacio
viernes, 4 de noviembre de 2016, 00:34 h (CET)
Una de las indiscutibles ventajas de no ser católico practicante consiste en poder “pasar” de las arbitrariedades del Vaticano.

Ya es en sí mismo contra natura que los curas y monjas tengan algo así como el sexo de los ángeles (o, al menos, así se pretende) y que ningún papa, hasta ahora, ni siquiera el rompedor Bergoglio, se haya atrevido a acometer el asunto del celibato: una aberración, ya que no se trata de una decisión personal, sino de un voto (como los de pobreza y obediencia) y, por lo tanto, obligatorio.

La gente de mi generación (católicos practicantes o no; da igual, puesto que a todos nos queda la “marca de la casa”) crecimos en la creencia de que a los nonatos o infantes no bautizados les aguardaba el Limbo; un espacio luminoso en la nada, con trinos de pájaros, rumor de arroyuelos y aroma a “nenuco” (así es como, al menos, me lo imaginaba yo a los 6 o 7 años) Los malos muy malos (que son pocos) irían directamente a asarse por toda la Eternidad en las calderas de Pedro Botero; es decir, en el Infierno. Por otro lado, los simples pecadores, carne mortal (que somos legión) habría de pasar por una antesala de purificación llamada Purgatorio, antes de poder gozar de la presencia divina. Finalmente, los buenos muy buenos (que son también muy pocos) llegarían directamente al Cielo, que es donde se dice que habita el Altísimo.

Hasta aquí todo parecía “atado y bien atado” por los teólogos cristianos, que, en el fondo, tampoco son tan diferentes de los otros teólogos de las “religiones del Libro”; es decir, de judíos y mahometanos. A nosotros no se nos prometía gozar de las huríes (por cierto, qué machismo; porque, que yo sepa, en el Corán no se promete a las mujeres gozar de apuestos mancebos) pero al menos nos quedaría el consuelo de no tener que prescindir de los placeres del jamón de bellota y el buen vino.

Juan Pablo II, el papa más preconciliar que ha tenido la Iglesia desde el Concilio Vaticano II, aseguró la tradición; tranquilizando a los que temían ciertos aire de “renovación perniciosa” en su seno. Mas, ¡oh! sorpresa, su sucesor, Benedicto XVI, que como cardenal Ratzinger había encarnado la tendencia más conservadora del ya ultra conservador papado de Karol Wojtila, sorprendió a los devotos al eliminar de un plumazo nada menos que el Infierno. Fue algo parecido a lo que Margaret Thatcher hiciera con la minería en Gran Bretaña en los 80: una reconversión industrial, pero a lo bestia.

Y la Bestia, con sus miríadas de demonios, ángeles caídos, íncubos, súcubus, diablillos y diablejos (que no hay que confundir con los pobres diablos) andan por ahí, haciendo de las suyas como siempre, a la espera de destino. Acaso, como aquel anuncio de televisión de hace años en el que un viejecito que habitaba en una remota aldea perdida en la montaña se preguntaba qué pensaría Franco de “todo aquello”, sin saber que el general llevaba en su frío sepulcro de Cuelgamuros más de un cuarto de siglo, cabría hacerse la misma pregunta: ¿Qué pensaría el papa polaco de todo esto? Pero… ¿es que importa algo? No sé, no sé… Bergoglio no ha dejado de sorprendernos desde que se convirtió en papa Francisco. Y no sólo por prescindir de una buena parte del boato que impregna los modos y maneras del Vaticano (incluidos los chapines morados), sino por acercarse a grupos sociales tradicionalmente considerados como apestados por la Iglesia –especialmente el de los gays y lesbianas- y admitir que hay corrupción dentro de la Iglesia, cosa verdaderamente insólita.

Que él y su antecesor prescindieran del Infierno y del Limbo dejó un poco “in albis” (tenía que incluir algún latinajo al referirme a estos temas) a los que imaginábamos bebés sonrosados, como querubines, disfrutando de las praderas de la Eternidad… pero, como dije al principio, una de las ventajas de no ser católico practicante es la de tomarte estos dogmas y ocurrencias a beneficio de inventario. Yo prefiero seguir imaginando que Hitler, Stalin, Pol-Pot y tantos otros arden en las calderas y respiran vapor de azufre y que los nonatos e infantes inocentes huelen a colonia “nenuco” y su no-ser disfruta, al menos, del frescor de las verdes praderas.

Del Purgatorio no se ha dicho de momento, que yo sepa, cosa alguna. Déjenlo así; para muchos se encuentra aquí, muy cerca, en la vida diaria.

Pero permítame, respetado Santo Padre, que avente mis cenizas donde me venga en gana. No dogmatice con el destino final de mis pavesas y deje en paz a las “médulas que han gloriosamente ardido” Ocúpese, como Arguiñano, de cosas “con fundamento”.

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