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Ciertas premisas manifestadas por el arquitecto Rem Koolhaas adquirirían gran interés trasladadas al ámbito político

Arquitectura política

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Esa avanzadilla desprendida del conjunto de la ciudadanía a la que llamamos clase política es un forúnculo que le ha brotado a la epidermis de lo fraternal-social-horizontal. Dado el temperamento montaraz de la gran mayoría de los ejercientes de “la noble vocación”, no ha de resultar excesiva la dermatológica metáfora con que comenzamos este artículo. Si observamos con atención, nos daremos cuenta de que no es fácil hallar casos de ostensible ejemplaridad por los parajes del ejercicio político institucional en un país en el que nadie, o casi nadie, quiere ser presidente de su comunidad vecinal, pero en el que todos se pirran por un cargo político de cuanto mayor relevancia. ¿Será porque en la presidencia de las propiedades horizontales solo hay marrones y ninguna remuneración, más allá de lo que algún que otro “prenda” sise inflando alguna factura?

Incluso en tiempos de enorme desprestigio del ejercicio político todo el mundo boga y conspira por comparecer, figurar y conseguir (solo hay que recordar los espectáculos propios de nuestro género chico organizados en la sede del PSOE por los cargos nacionales, autonómicos y locales de hoy y otrora, o los cargos de un “gurtelizado” PP que no se apean de la burra ni “pa’trás” defendiendo el día a día de su formación como si nada turbio hubiera pasado en el seno mismo de la susodicha).

El ejercicio político, además, de puro abstraer de la realidad más diametral a los distintos cargos, vuelve a estos desabridos y soberbios; carentes del más mínimo sentido autocrítico. Ese es uno de los principales vicios de nuestra política, de sus ejercientes, el de no entonar el “mea culpa” bajo ningún concepto, por más que los focos de lo inequívoco alumbren sus miserias de manera palmaria.

Así las cosas, leyendo una entrevista en “El País Semanal” (nº 2090, 16-10-2016, pp. 52-59) al arquitecto holandés Rem Koolhaas realizada por Anatxu Zabalbeascoa, pude caer en la cuenta de que muchas de sus apreciaciones relativas a lo arquitectónico, podrían ser trasvasadas al ámbito de la gestión política.

En primer lugar, en la introducción a la entrevista, apuntaba Zabalbeascoa como el arquitecto tenía su centro de operaciones en Ámsterdam en una oficina “de unos 20 metros”, hecho que llama la atención en un mundo de tanto exhibicionismo y ostentación como el actual. ¿No debería la política empezar por discurrir por dicho cauce?; los gastos superfluos han marcado, y lo siguen haciendo, muchas etapas de la singladura política occidental de las últimas décadas.

Apuntaba Koolhaas que en su gremio se consigue trabajo mediante la participación en concursos que les pueden suponer la ruina, y añadía: “Y los concursos exigen entender los lugares”. Tales cosas, aplicadas a la política, harían replantearse a muchos el dedicarse a la cosa pública. Si se jugaran su patrimonio cuando fallaran en determinadas gestiones o tuvieran que pisar la calle para embeberse de la realidad de manera no meramente cosmética, sino batiéndose el cobre a diario, ya veríamos si la tan cacareada vocación de servicio era de igual modo esgrimida.

También decía Koolhaas que la arquitectura, como tantas cosas, queda al albur de la “sociedad de libre mercado”, aunque reconocía que había atendido encargos de los “que aíslan los edificios de las presiones de la economía de mercado”, cosa que habrían de hacer nuestros representantes con sectores tan delicados como la Educación y la Sanidad.

Cuando Zabalbeascoa inquiría: “Usted ha conseguido vivir reinventándose en lugar de hacerlo perpetuando una fórmula. ¿Qué busca?”, Koolhaas respondía: “Puede que sea simple curiosidad. Soy ciudadano antes que arquitecto. Me obsesiona la capacidad del mundo para fomentar y absorber el cambio”. Ahí otro quid de la cuestión: la gran mayoría de los políticos han olvidado que son ciudadanos, y, lo que es peor, no se ejercitan en esa curiosidad que habrían de tener como insignes ciudadanos para desarrollar la sana curiosidad que los habría de conducir a detectar los fallos y necesidades que marcan el día a día de sus conciudadanos, en lugar de pertrecharse en la poltrona tratando de perpetuarse en ella.

La entrevistadora, en un momento dado, ponía en valor su sentido autocrítico bosquejando como ejemplo la vez que rehízo una de sus grandes obras, la casa de un magnate francés, tras pedírselo la viuda de este. Dicha flexibilidad habría de ser patrimonio de todo cargo político, en lugar de tener estos que ajustarse a ciertas pautas interesadas procedentes de partisanas disciplinas que les son impuestas con arreglo a prioridades muy por encima de las demandas sociales.

Cuando Zabalbeascoa le comentaba lo difícil que es hallar “a alguien con vocación de vanguardia que cuestiones lo que hace”, el holandés manifestaba: “Un arquitecto nunca puede considerarse de ese modo porque en cada proyecto luchamos de la manera menos glamurosa en muchos frentes: desde el coste hasta el control de obra. Construir es una ducha fría que vacuna ante cualquier vanidad. El mundo de las ideas puede dar esa impresión, pero el mundo real es esfuerzo y un gurú es una fantasía. Las palabras ‘guía’ y ‘gurú’ no me hacen sentir bien”. Cuán diferentes son esas premisas a las de quienes no se juegan su propio patrimonio y se embarcan en irresponsables aventuras con toda la soberbia y vanidad de quien se siente un genio iluminado por la Providencia cual Amenofis IV. Y es que nuestros representantes prescinden de la colectividad que, al fin, es quien los ha alzado. Qué disímil es como conciben la política nuestras elites de como nuestro arquitecto dice concebir su oficio: como “un trabajo en equipo”. Y la humildad es la vía tanto para evitar el divismo como para confraternizar con aquellos a quienes se representa. Koolhaas respondía así cuando se le decía que dado su prestigio no necesitaba presentarse a concursos: “Sería una asunción errónea. Vivimos de participar en concursos. En muchos competimos con gente que ha trabajado antes para nosotros. De modo que eso también libera de la idea de verse como gurú”. El no ver al adversario desdeñosamente, al margen de su procedencia y extracción, compitiendo con él en buena lid, es otro detalle olvidado en la lucha política que venimos conociendo.

Otra lección más la daba Koolhaas cuando explicaba por qué pidió enseñar otra cosa distinta que Arquitectura cuando lo llamaron de Harvard para dar clases: “Uno podía ver ya los efectos de la globalización. Cada vez había menos occidentales entre los alumnos. Era absurdo desperdiciar esa información para continuar con lo de siempre, imponiendo la tradición y la mentalidad occidentales”. Y lo que hizo fue a grandes rasgos lo que así explicaba: “Utilizar la inteligencia del alumnado para explorar situaciones que no entendía. Aprendimos de alumnos chinos y de rumanos que habían vivido en el comunismo. Pensé que la escuela podía transformarse en algo más creativo capaz de generar conocimiento colectivo en lugar de impartir unidireccionalmente el del profesor”. Tal cosa sería fundamental en el desempeño político: el dialogar con otros y escucharlos atentamente, aprendiendo de los distintos puntos de vista para aplicar lo rescatable en beneficio de todos. En definitiva, lo que Koolhaas expresaba así: “Las provocaciones son importantes para obligar a pensar […] necesitamos una relación más activa y directa con la realidad. Volver a tocar el mundo”. Desde la política institucional, cada vez más, se demoniza el menor atisbo de cuestionamiento, llegándose incluso a su demonización. La deriva es conservadora en el sentido más recalcitrante.

Otra de las declaraciones de Rem Koolhaas que me pareció muy interesantes fue aquella en la que valoraba su supuesta sobriedad: “Nunca sería tan ridículo como para defender la frugalidad como mi fuerza vital. Me interesa vivir con poco, pero no hago ningún sacrificio. Soy un consumidor más. No soy una persona ascética. Ni me opongo a la riqueza de otros. Pero es cierto que la frugalidad es una cuestión intelectual para mí. Y supongo que crecer en Indonesia me ayudó a concederle esa importancia a las cosas: valoro más saber vivir con poco que tener mucho”. Llegados a este punto, poco más se puede añadir.

Arquitectura política

Ciertas premisas manifestadas por el arquitecto Rem Koolhaas adquirirían gran interés trasladadas al ámbito político
Diego Vadillo López
domingo, 30 de octubre de 2016, 09:58 h (CET)
Esa avanzadilla desprendida del conjunto de la ciudadanía a la que llamamos clase política es un forúnculo que le ha brotado a la epidermis de lo fraternal-social-horizontal. Dado el temperamento montaraz de la gran mayoría de los ejercientes de “la noble vocación”, no ha de resultar excesiva la dermatológica metáfora con que comenzamos este artículo. Si observamos con atención, nos daremos cuenta de que no es fácil hallar casos de ostensible ejemplaridad por los parajes del ejercicio político institucional en un país en el que nadie, o casi nadie, quiere ser presidente de su comunidad vecinal, pero en el que todos se pirran por un cargo político de cuanto mayor relevancia. ¿Será porque en la presidencia de las propiedades horizontales solo hay marrones y ninguna remuneración, más allá de lo que algún que otro “prenda” sise inflando alguna factura?

Incluso en tiempos de enorme desprestigio del ejercicio político todo el mundo boga y conspira por comparecer, figurar y conseguir (solo hay que recordar los espectáculos propios de nuestro género chico organizados en la sede del PSOE por los cargos nacionales, autonómicos y locales de hoy y otrora, o los cargos de un “gurtelizado” PP que no se apean de la burra ni “pa’trás” defendiendo el día a día de su formación como si nada turbio hubiera pasado en el seno mismo de la susodicha).

El ejercicio político, además, de puro abstraer de la realidad más diametral a los distintos cargos, vuelve a estos desabridos y soberbios; carentes del más mínimo sentido autocrítico. Ese es uno de los principales vicios de nuestra política, de sus ejercientes, el de no entonar el “mea culpa” bajo ningún concepto, por más que los focos de lo inequívoco alumbren sus miserias de manera palmaria.

Así las cosas, leyendo una entrevista en “El País Semanal” (nº 2090, 16-10-2016, pp. 52-59) al arquitecto holandés Rem Koolhaas realizada por Anatxu Zabalbeascoa, pude caer en la cuenta de que muchas de sus apreciaciones relativas a lo arquitectónico, podrían ser trasvasadas al ámbito de la gestión política.

En primer lugar, en la introducción a la entrevista, apuntaba Zabalbeascoa como el arquitecto tenía su centro de operaciones en Ámsterdam en una oficina “de unos 20 metros”, hecho que llama la atención en un mundo de tanto exhibicionismo y ostentación como el actual. ¿No debería la política empezar por discurrir por dicho cauce?; los gastos superfluos han marcado, y lo siguen haciendo, muchas etapas de la singladura política occidental de las últimas décadas.

Apuntaba Koolhaas que en su gremio se consigue trabajo mediante la participación en concursos que les pueden suponer la ruina, y añadía: “Y los concursos exigen entender los lugares”. Tales cosas, aplicadas a la política, harían replantearse a muchos el dedicarse a la cosa pública. Si se jugaran su patrimonio cuando fallaran en determinadas gestiones o tuvieran que pisar la calle para embeberse de la realidad de manera no meramente cosmética, sino batiéndose el cobre a diario, ya veríamos si la tan cacareada vocación de servicio era de igual modo esgrimida.

También decía Koolhaas que la arquitectura, como tantas cosas, queda al albur de la “sociedad de libre mercado”, aunque reconocía que había atendido encargos de los “que aíslan los edificios de las presiones de la economía de mercado”, cosa que habrían de hacer nuestros representantes con sectores tan delicados como la Educación y la Sanidad.

Cuando Zabalbeascoa inquiría: “Usted ha conseguido vivir reinventándose en lugar de hacerlo perpetuando una fórmula. ¿Qué busca?”, Koolhaas respondía: “Puede que sea simple curiosidad. Soy ciudadano antes que arquitecto. Me obsesiona la capacidad del mundo para fomentar y absorber el cambio”. Ahí otro quid de la cuestión: la gran mayoría de los políticos han olvidado que son ciudadanos, y, lo que es peor, no se ejercitan en esa curiosidad que habrían de tener como insignes ciudadanos para desarrollar la sana curiosidad que los habría de conducir a detectar los fallos y necesidades que marcan el día a día de sus conciudadanos, en lugar de pertrecharse en la poltrona tratando de perpetuarse en ella.

La entrevistadora, en un momento dado, ponía en valor su sentido autocrítico bosquejando como ejemplo la vez que rehízo una de sus grandes obras, la casa de un magnate francés, tras pedírselo la viuda de este. Dicha flexibilidad habría de ser patrimonio de todo cargo político, en lugar de tener estos que ajustarse a ciertas pautas interesadas procedentes de partisanas disciplinas que les son impuestas con arreglo a prioridades muy por encima de las demandas sociales.

Cuando Zabalbeascoa le comentaba lo difícil que es hallar “a alguien con vocación de vanguardia que cuestiones lo que hace”, el holandés manifestaba: “Un arquitecto nunca puede considerarse de ese modo porque en cada proyecto luchamos de la manera menos glamurosa en muchos frentes: desde el coste hasta el control de obra. Construir es una ducha fría que vacuna ante cualquier vanidad. El mundo de las ideas puede dar esa impresión, pero el mundo real es esfuerzo y un gurú es una fantasía. Las palabras ‘guía’ y ‘gurú’ no me hacen sentir bien”. Cuán diferentes son esas premisas a las de quienes no se juegan su propio patrimonio y se embarcan en irresponsables aventuras con toda la soberbia y vanidad de quien se siente un genio iluminado por la Providencia cual Amenofis IV. Y es que nuestros representantes prescinden de la colectividad que, al fin, es quien los ha alzado. Qué disímil es como conciben la política nuestras elites de como nuestro arquitecto dice concebir su oficio: como “un trabajo en equipo”. Y la humildad es la vía tanto para evitar el divismo como para confraternizar con aquellos a quienes se representa. Koolhaas respondía así cuando se le decía que dado su prestigio no necesitaba presentarse a concursos: “Sería una asunción errónea. Vivimos de participar en concursos. En muchos competimos con gente que ha trabajado antes para nosotros. De modo que eso también libera de la idea de verse como gurú”. El no ver al adversario desdeñosamente, al margen de su procedencia y extracción, compitiendo con él en buena lid, es otro detalle olvidado en la lucha política que venimos conociendo.

Otra lección más la daba Koolhaas cuando explicaba por qué pidió enseñar otra cosa distinta que Arquitectura cuando lo llamaron de Harvard para dar clases: “Uno podía ver ya los efectos de la globalización. Cada vez había menos occidentales entre los alumnos. Era absurdo desperdiciar esa información para continuar con lo de siempre, imponiendo la tradición y la mentalidad occidentales”. Y lo que hizo fue a grandes rasgos lo que así explicaba: “Utilizar la inteligencia del alumnado para explorar situaciones que no entendía. Aprendimos de alumnos chinos y de rumanos que habían vivido en el comunismo. Pensé que la escuela podía transformarse en algo más creativo capaz de generar conocimiento colectivo en lugar de impartir unidireccionalmente el del profesor”. Tal cosa sería fundamental en el desempeño político: el dialogar con otros y escucharlos atentamente, aprendiendo de los distintos puntos de vista para aplicar lo rescatable en beneficio de todos. En definitiva, lo que Koolhaas expresaba así: “Las provocaciones son importantes para obligar a pensar […] necesitamos una relación más activa y directa con la realidad. Volver a tocar el mundo”. Desde la política institucional, cada vez más, se demoniza el menor atisbo de cuestionamiento, llegándose incluso a su demonización. La deriva es conservadora en el sentido más recalcitrante.

Otra de las declaraciones de Rem Koolhaas que me pareció muy interesantes fue aquella en la que valoraba su supuesta sobriedad: “Nunca sería tan ridículo como para defender la frugalidad como mi fuerza vital. Me interesa vivir con poco, pero no hago ningún sacrificio. Soy un consumidor más. No soy una persona ascética. Ni me opongo a la riqueza de otros. Pero es cierto que la frugalidad es una cuestión intelectual para mí. Y supongo que crecer en Indonesia me ayudó a concederle esa importancia a las cosas: valoro más saber vivir con poco que tener mucho”. Llegados a este punto, poco más se puede añadir.

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