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​¡Es el dolor!

Creo que tanto animalistas como taurinos yerran al focalizar su discurso en cualquier aspecto que no sea el padecimiento evitable
Kepa Tamames
miércoles, 12 de febrero de 2025, 09:08 h (CET)

Se debate en los medios con frecuencia de ida y vuelta la cuestión de los toros, que en definitiva es una suerte de pata de eso que se ha dado en llamar la cuestión de los animales. Ministros e intelectuales varios entran al trapo para aportar su granito de arena a la discusión, y creo que esta no apunta al fondo de la cuestión. Y no me refiero al fondo de la cuestión animalista, porque confieso que yo ya no sé qué es y qué no esto del animalismo en los tiempos que corren, a tal punto que apenas consigo distinguir animalistas de animaleros, y eso ya es grave.


Niegan unos que la tauromaquia sea arte, cultura y tradición, y un servidor se pone en guardia ante tamaña contundencia. Porque creo que cultura y tradición es sin atisbo de duda, ateniéndonos al diccionario (¿a qué si no?). Y lo del arte es una entelequia que puede abordarse desde perspectivas bien distintas, pues por eso precisamente es entelequia. Cualquier actividad humana que requiera cierta destreza y habilidad cabe ser considerada como arte, con lo que vamos cerrando el círculo sin apenas haberlo perfilado.


Dicen otros ―aprovechando la rima fácil― que «la tortura no es arte ni cultura». Ya… ¿Y por qué, si puede saberse? ¿Qué lo impide? Ojalá fuera así, y no tanto porque la tortura dejase de ser indeseable y cruel, sino porque carecería del sustento ético que le otorgan el acervo y la destreza, que no es poco. Si a la tortura pública se la deja sola, decae por sí misma, y el tiempo la entierra más pronto que tarde.


Hablan los más de derechos y de su famoso conflicto entre los del toro a su integridad física y los del Hombre a satisfacer su necesidad estética. ¿Cuál de ellos prevalece? Pensemos que el toro tiene una sola vida (¡a diferencia de los gatos!), mientras que los humanos [por suerte] tenemos acceso a múltiples formas de saciar nuestro apetito escenográfico, a cual mejor. ¿Despeja esto el panorama? Diría que si no todo, algo sí.


No puedo evitar cierta desazón cuando veo que unos y otros sortean el asunto de forma zafia, cuando tenemos la solución ante los ojos, quizá tan cerca que nos nubla la vista. Y bien haremos en interpelarnos sobre nuestra propia experiencia para dar con la clave. ¡Sí, eso es: nuestra propia experiencia! Porque supone un atajo impagable pensar en qué valoramos antes que nada en nuestras vidas, que no es tanto la vida cuanto su calidad. Hasta los más viejos del lugar atinan cuando dicen que antes morir que vivir con insoportable sufrimiento. Y entiendo que acabamos de dar con la palabra esencial de este embrollo: sufrimiento.


El sufrimiento es un mecanismo de defensa con el que nos ha dotado la naturaleza para que advirtamos el peligro y reaccionemos ante él. Todo un detalle, pues sin ello duraríamos aquí apenas unas horas. Pero así como debemos dar gracias a dicho mecanismo, también hemos de condenar su provocación gratuita. Y aquí nos encontramos con el quid de la cuestión. Suena bien eso de que basta con mirar a los ojos de los animales, pero no pasa de ser esta una frase bonita. Pensemos que poco vamos a sacar con mirar a los ojos de un cangrejo, inexpresivos como son para quienes no somos crustáceos, y mucho menos a los de una medusa, caso de que tengan algo parecido o equivalente a ojos. Podemos mirar a los ojos de los animales, claro, pero mejor haremos si miramos a su sistema sensitivo, pues es ese el factor determinante para medir la calidad ética de nuestros actos. Efectivamente, es el dolor infligido de forma gratuita lo que hace malo el acto. No son los ojos ni las patas ni la piel ni las plumas ni los pelos. ¡Es el dolor!


Por tanto, quedémonos con la chicha del asunto: si duele, es malo; y si ese dolor lo provoca un agente éticamente activo, es peor. Lo primero pertenece al exclusivo campo de la Fisiología: lo segundo al de la Ética bien entendida.


Creo que tanto animalistas como taurinos yerran al focalizar su discurso en cualquier aspecto que no sea el padecimiento evitable, pues abandonan el epicentro del problema para dispersarse en terreno yermo, esos arrabales nebulosos. Y nos encontramos así ante un escenario donde los extremos se tocan. Mal asunto entonces.

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