Reza el DRAE lo siguiente respecto a la palabra “anestesia”:
Del lat. cient. anaesthesia, y este del gr. ἀναισθησία anaisthēsía 'insensibilidad'.
1. f. Pérdida temporal de las sensaciones de tacto y dolor producida por un medicamento. Sin.: analgesia, narcosis, insensibilidad, letargo, sopor, sueño. 2. f. Acción y efecto de anestesiar. Sin.: adormecimiento, sedación. 3. f. Sustancia anestésica. U. t. en sent. fig. Sin.: anestésico, narcótico.
Viene esto a cuento de la consideración en la que tengo desde no hace poco tiempo a esta sociedad nuestra, la española contemporánea: un conjunto de seres humanos de mansedumbre y docilidad bobaliconamente complaciente consigo mismo en su mayoría.
Cuando uno intenta —sin maldad, con la sana intención de comprender, no digo ya de respaldar, de defender o, si acaso asistiera el valor, de criticar o de atacar lo que sucede—, cosa cada vez más dificultosa, desentrañar las capas y capas de acontecimientos y hechos que se van sucediendo y solapando constante y atropelladamente en el día a día de estos territorios que, a la muerte de Franco (lo digo por precisar, porque, sin duda alguna, es el referente histórico de moda para la izquierda mandante, imprescindible para la construcción, según nos inculcan machaconamente, de la memoria democrática: más de cien actos de exaltación para 2025; ahí es nada: ya se sabe, lo que mola en las modernas sociedades “tiktokeras” e “instagrameras” es que hablen de uno, aunque sea mal), incluso bastante antes y un poco después, fueron conocidos, sin vacilaciones culturales, sin complejos históricos ni indeterminaciones geográficas, como España, se da de bruces con lo que los sociólogos, los psicólogos y otras gentes de mal vivir, definirían como una realidad compleja, acaso poliédrica, heterogénea o intrincada, lo que, en lenguaje no especializado en vivir de la especulación, se denomina batiburrillo, embrollo o revoltijo, una amalgama de elementos que dan como resultado una aleación de materialidad que parece sólida, pero que, en realidad, es un fluido espeso, fangoso (como se estila últimamente) y bullente, que, con cada borboteo, tapa los restos del anterior. De modo tal que, cuando uno se interesa por observar qué acaba de acaecer, no tiene tiempo de hacerlo, porque un nuevo estrato lodoso lo ha cubierto, con lo que te quedas, en principio, desconcertado, y, tras unas cuantas intentonas con los mismos resultados, desanimado, primero, y falto de interés, después. En suma, que, a base de inducirte al fracaso cuando pretendes, como individuo, hacer uso del discernimiento, acabas aletargado, socialmente insensibilizado por agotamiento.
No es el único motivo por el que nos encontramos así, sin duda, pero lo cierto es que estamos viviendo en un microcosmos de posverdad psicodélica incesante, que, desgraciadamente, se ha normalizado, porque se autojustifica en la frecuencia, en la antigüedad, en la costumbre (como estar permanentemente colgado, perdónenme la vulgaridad), con lo que aparenta ser coherente, en el que a cada acto irracional o inmoral rápidamente lo sustituye otro de mayor enjundia aún más paralizante que el previo, que se nos impone desde el poder. Así que el narcótico social más empleado es la saturación de escándalos sucesivos, complementado por los excitantes del dogmatismo, el fanatismo y el sectarismo de pensamiento único, que dan pátina de vivacidad y brío.
Y, si no, que alguien me explique, cómo hoy, pero solo hoy, posiblemente, se habla de Koldo, de Ábalos, de Aldama, de Gómez, de Azagra, de reyes, de Rey, de bárbaros y Bárbaras, de Franco y de sus víctimas, pero apenas ya de Errejón, de “hermana, yo sí te creo” (¿alguien se acuerda ya del nombre de quien lo denunció?), de González Urrutia, de leyes de amnistía, de indultos, de prófugos, de víctimas del terrorismo, de paro real, de quién ha redactado la Ley de Seguridad Ciudadana, de aquellos que gobiernan en Navarra, del narcotráfico en el Estrecho, de inmigración descontrolada, del cupo catalán…
Decía Cesare Pavese que “el arte de vivir es el arte de saber creer en las mentiras”. Pero lo nuestro no es solo arte, es primor sin par: renunciamos a vivir para sobrevivir en la seguridad de una posverdad inmutablemente cambiante que nos van fabricando sobre la marcha.
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