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​¿Quién ampara al Tribunal Supremo?

Antonio Carrasco Santana, Valladolid
Lectores
miércoles, 10 de julio de 2024, 16:08 h (CET)

Según ponen en evidencia los últimos acontecimientos jurídicos sucedidos en España, se ha hecho patente que, de facto, el Tribunal Constitucional actúa como tribunal de casación respecto de las sentencias del Tribunal Supremo, con lo que el poder judicial —al que este pertenece, se entiende, como última instancia nacional— queda mermado en sus competencias de forma ostensible, en la medida en que el Constitucional, renegando de su jurisprudencia, no estima ya solo la constitucionalidad o el respeto a los derechos humanos de las sentencias de los órganos jurisdiccionales, sino que juzga de nuevo las causas, haciendo valoración de los hechos probados, cuando su criterio no es coincidente con el del tribunal que en su día sentenció.


Esto, como es normal, está creando gran inquietud en el mundo judicial, porque supone, junto con un nutrido conjunto de iniciativas legislativas (una buena parte de ellas solapadas en disposiciones transitorias o finales en leyes ajenas a los asuntos a que estas se refieren), una mutación constitucional; es decir, una reforma de la Constitución encubierta, que era cuestión de tiempo que sucediese, pues, como en casi todo en la vida, son necesarios el momento y las personas adecuadas.


La actual composición del Tribunal Constitucional fue polémica desde el principio, puesto que, siendo, como siempre, desde su origen, un órgano netamente político, está formada ahora, en su mayoría, por personas de ideología públicamente militante, cuyos currículos así lo avalan sobradamente, motivo por el cual actúan en consecuencia, atropellando, si es menester, a cualquier órgano jurisdiccional que obstaculice la sintonía doctrinal en la que están con quienes los nombraron.


Ya dije en otro momento que no hace falta ser jurista para darse cuenta de que dar poderes jurisdiccionales plenipotenciarios a cualquier órgano, máxime si este es de carácter político (artículo cuarto de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional) fue una pésima decisión, porque, aun habiendo sido alumbrada por eminentes jurisconsultos, carece del mal elemental sentido común: el que se precisa para valorar las consecuencias en las que pueden derivar los actos que se realizan, especialmente las negativas.


En otra ocasión, por motivo de la sentencia a Alberto Rodríguez, exdiputado de Podemos, que emitió el Tribunal Constitucional, ya manifesté mi parecer sobre la desviación de poder que, a mi juicio, esta suponía, porque excedía de las competencias que la jurisprudencia propia y la tradición (insisto, no la ley orgánica) asigna a la institución. Este fue, quizá, el primer aldabonazo en la puerta del Tribunal Supremo; pero lo que ahora está en todos los medios de comunicación, la exculpación de responsables del PSOE de la Junta de Andalucía condenados por prevaricación y malversación en el caso de los ERE, es un empellón con una bola de demolición en la fachada del edificio constitucional español.


Se le podrán imputar muchos defectos a las sentencias del Tribunal Constitucional — sobre todo, teniendo en cuenta que sus argumentos, por lo general, tienen más de pseudofilosófico y de ideario dogmático que de jurídico—, pero no el de falta de transparencia intencional. Y, si no, díganme si no está claro, volviendo al asunto de los ERE, que la base para exculpar a los políticos y dirigentes de distinto rango, que están siendo excarcelados, no es el de que lo que hicieron no puede tener reproche penal, porque se realizó en el ámbito de sus competencias. Es decir, que, a partir de ahora, ningún cargo público podrá cometer delito de prevaricación o de malversación, puesto que lo uno y lo otro, independientemente de su propósito y de sus repercusiones, precisan de la toma de decisiones dentro de un ámbito institucional, por tanto, al amparo de las leyes que habilitan al cargo público para adoptarlas. Dicho de otro modo, hicieron lo que hicieron porque podían, y, como podían, no puede recriminárseles haberlo hecho.


No deja de ser curioso, amén de peligroso, que, en la presente doctrina del Constitucional, al parecer, lo que se enjuicie sea el instrumento y no la pretensión ni las consecuencias. Si el medio para determinar si está bien o mal lo que se hace es la circunstancia administrativa en que se halla el sujeto o la “sujeta” de que se trate cuando efectúan sus actos, y estos, obviando su objetivo, son lícitos si está prevista en la norma su ejecución, entonces, por poner un par de ejemplos, no tendría consecuencias penales que un policía, en horas de servicio, naturalmente, disparase a cualquier ciudadano, porque hay habilitación legal para que pueda hacerlo y el fin último de una pistola es, ciertamente, ser disparada. Tampoco sería penalmente reprochable a individuo o “individua” alguno o alguna que el Ministerio de Hacienda, en virtud de sus atribuciones, se incautara de cualquier bien de un ciudadano, dado que está facultado para llevarlo a cabo.


A estas alturas del artículo, el lector pensará que qué barbaridad, más si, por casualidad, es un magistrado, y tendrá razón; pero no olviden que en nuestra Constitución están prohibidos expresamente los indultos generales, y miren dónde estamos.


El caso es que, como ya dijo hace bastante tiempo el otrora ministro de justicia, señor Campo (hoy, flamante magistrado del Tribunal Constitucional de puñeta impoluta), en sede parlamentaria, estamos en un período constituyente, eufemismo para señalar que nos encontramos en una situación de deconstrucción constitucional, comandada por el presidente del tribunal del mismo nombre, por medio de sentencias que dan cabida, sin modificar el texto, pero manchándose la toga con el polvo del camino, a la “creatividad legislativa jurisprudencial ejecutivo-alineada”, a una desviación de poder absoluto hacia el poder ejecutivo, que derivará, indefectiblemente, en una involución democrática: piano, piano, de la ley a la ley.


Sé (la historia reciente así lo avala) que los órganos jurisdiccionales —salvo algún espectáculo de variedades en el pasado, protagonizado por alguna vedette en la Audiencia Nacional, dedicada hoy en día al tan lucrativo negocio del “lobbismo”— son poco dados a lavar los trapos sucios fuera de casa, particularmente los miembros del Supremo. Pero no se equivoquen, señorías, no están en juego su jurisdicción, su autoridad, su prurito profesional, ni siquiera la separación de poderes (esa pantalla ya pasó), lo que nos jugamos es la democracia, el régimen de libertades del que creíamos gozar. Y, o nos amparan a los ciudadanos “autoamparándose”, o airean ustedes la casa —en el Tribunal Superior de Justicia de la Unión Europea, por ejemplo, planteando una invasión indebida de competencias—, o el moho y la carcoma acabarán derrumbando el edificio con todos, incluidos ustedes, dentro; eso sí, algunos ya se encargarán de instalar rápidamente un trampantojo con la silueta del mismo que oculte detrás los cascotes llenos de hongos y de insectos taladradores.

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