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Antonio Carrasco Santana, Valladolid

​La princesa está triste... ¿Qué tendrá la princesa?

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La princesa está triste... ¿Qué tendrá la princesa?


Los suspiros se escapan de su boca de fresa,


que ha perdido la risa, que ha perdido el color.


La princesa está pálida en su silla de oro,


está mudo el teclado de su clave sonoro,


y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor.


Así comienza la conocidísima sonatina de Rubén Darío, joya del Modernismo, que expresa el anhelo de una joven princesa por hallar la libertad, por ser rescatada de la jaula de oro en que está encerrada y conocer otras gentes y otros mundos.


No he podido, lo reconozco, dejar de ver una analogía entre este poema y la imagen que ha decidido compartir con sus súbditos el príncipe de la Moncloa. Ciertamente, parece que está triste, descontento, pálido, circunspecto…; tanto, que, como es sobradamente conocido, ha escrito una quejumbrosa carta a la ciudadanía, en la que, justísimamente molesto y resentido, reparte mandobles a diestro y siniestro, cual Quijote ante los molinos, a todos aquellos y aquellas (caballos y yeguas desbocados y desbocadas, respectivamente) que se han atrevido a no adular —como correspondería a hombres y mujeres de bien y de biena— sus políticas, sus estrategias, su figura y, ya en el colmo de la mezquindad y la impudicia, a su esposa, ahora en los candeleros mediáticos y judiciales. Y no solo eso, sino que, además, las critican, a las unas y a la otra, con mentiras insidiosas, por más que estén argumentadas: ¡burdas falacias racionales! ¡Menos reflexionar y cavilar y más ideología, por favor!

¡Válgame el cielo! ¡Tamaña osadía los tiempos no vieron!, debe pensar nuestro príncipe. Él, que tanto ha hecho por las libertades, la democracia, la igualdad entre hombres y mujeres, por la memoria colectiva, por los más menesterosos; él, azote de los corruptos y poderosos, de resiliencia y transparencia diamantinas… Y todo, sin pedir nada a cambio, sin egoísmo, sin ambición, sin materialismo ni mundanidad, sin querencia palaciega ni apegos de ningún tipo; con nobleza, con palabra y principios inalterables. ¡Qué miserable e indigno comportamiento con quien, por el bien de todos y todas, se inmola en cinco días de reflexión profunda; aunque con la certeza de que el lunes, gracias al padre Zapatero, de quien descendemos, y a toda la corte democrática de la izquierda, resucitará!


¡Qué contradictoria es la vida! ¡Qué (in)justa y generosa a la vez! Siempre nos devuelve algo, aunque nada le entreguemos. Siempre se recoge, aun sin sembrar, siquiera maleza, máxime si se rebusca con tesón y ahínco, como nuestro príncipe.


Reclama ser reconocido como ser humano, merecedor de compasión por los inmerecidos ataques personales que recibe de la “fachosfera” en un alarde de indudable humildad, de abajamiento, que diría el Papa. Pero, ¡qué difícil es pretender ver a un hombre en un dios autoproclamado y avalado por los signos indubitados de su divinidad! ¿Acaso no es glorioso levantar, no en tres días, sino en un discurso, un muro infranqueable que separa progresistas de fachas? ¿No es celestial convertir a la verdadera fe, a la verdad, en unos pocos años, a presidentes de empresas públicas, medios de comunicación, fiscales, letrados de Cortes, tribunales constitucionales, abogados del Estado, agencias tributarias, presidentes de Congreso, golpistas, terroristas, bufones y hasta a pajes revoltosos? ¿No es sobrehumano actuar con la ecuánime ira de un dios, juzgando a los allegados y familias de otros que se aventuran inconscientemente a contradecirlo o a refutarlo, promoviendo su aniquilación? ¿No es un verdadero dios el que dicta la moral pública, el que señala nuestras faltas, el que determina quién es virtuoso o malvado, el que administra las plagas y los confinamientos, el que nos


conduce a través del desierto de la transición al paraíso de la confederación, sosteniéndonos con el maná de las subvenciones y las dádivas con discrecionalidad salvífica? Pero, sobre todo, por si alguien todavía dudara, ¿no es absolutamente demiúrgico conceder la autodeterminación de género?


No, no es posible ver humanidad en un dios, sería inexcusable, un contradiós; salvo que no lo fuera, que solo lo hubiera fingido, que fuera un farsante, claro está, en cuyo caso no cabrían conmiseración ni clemencia, porque, entonces, desmayados como la flor, descubriríamos que lo que considerábamos gracia divina no era sino imposición, sometimiento, represión y humillación; y suplantar a un dios no tiene perdón.

​La princesa está triste... ¿Qué tendrá la princesa?

Antonio Carrasco Santana, Valladolid
Lectores
sábado, 27 de abril de 2024, 10:36 h (CET)

La princesa está triste... ¿Qué tendrá la princesa?


Los suspiros se escapan de su boca de fresa,


que ha perdido la risa, que ha perdido el color.


La princesa está pálida en su silla de oro,


está mudo el teclado de su clave sonoro,


y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor.


Así comienza la conocidísima sonatina de Rubén Darío, joya del Modernismo, que expresa el anhelo de una joven princesa por hallar la libertad, por ser rescatada de la jaula de oro en que está encerrada y conocer otras gentes y otros mundos.


No he podido, lo reconozco, dejar de ver una analogía entre este poema y la imagen que ha decidido compartir con sus súbditos el príncipe de la Moncloa. Ciertamente, parece que está triste, descontento, pálido, circunspecto…; tanto, que, como es sobradamente conocido, ha escrito una quejumbrosa carta a la ciudadanía, en la que, justísimamente molesto y resentido, reparte mandobles a diestro y siniestro, cual Quijote ante los molinos, a todos aquellos y aquellas (caballos y yeguas desbocados y desbocadas, respectivamente) que se han atrevido a no adular —como correspondería a hombres y mujeres de bien y de biena— sus políticas, sus estrategias, su figura y, ya en el colmo de la mezquindad y la impudicia, a su esposa, ahora en los candeleros mediáticos y judiciales. Y no solo eso, sino que, además, las critican, a las unas y a la otra, con mentiras insidiosas, por más que estén argumentadas: ¡burdas falacias racionales! ¡Menos reflexionar y cavilar y más ideología, por favor!

¡Válgame el cielo! ¡Tamaña osadía los tiempos no vieron!, debe pensar nuestro príncipe. Él, que tanto ha hecho por las libertades, la democracia, la igualdad entre hombres y mujeres, por la memoria colectiva, por los más menesterosos; él, azote de los corruptos y poderosos, de resiliencia y transparencia diamantinas… Y todo, sin pedir nada a cambio, sin egoísmo, sin ambición, sin materialismo ni mundanidad, sin querencia palaciega ni apegos de ningún tipo; con nobleza, con palabra y principios inalterables. ¡Qué miserable e indigno comportamiento con quien, por el bien de todos y todas, se inmola en cinco días de reflexión profunda; aunque con la certeza de que el lunes, gracias al padre Zapatero, de quien descendemos, y a toda la corte democrática de la izquierda, resucitará!


¡Qué contradictoria es la vida! ¡Qué (in)justa y generosa a la vez! Siempre nos devuelve algo, aunque nada le entreguemos. Siempre se recoge, aun sin sembrar, siquiera maleza, máxime si se rebusca con tesón y ahínco, como nuestro príncipe.


Reclama ser reconocido como ser humano, merecedor de compasión por los inmerecidos ataques personales que recibe de la “fachosfera” en un alarde de indudable humildad, de abajamiento, que diría el Papa. Pero, ¡qué difícil es pretender ver a un hombre en un dios autoproclamado y avalado por los signos indubitados de su divinidad! ¿Acaso no es glorioso levantar, no en tres días, sino en un discurso, un muro infranqueable que separa progresistas de fachas? ¿No es celestial convertir a la verdadera fe, a la verdad, en unos pocos años, a presidentes de empresas públicas, medios de comunicación, fiscales, letrados de Cortes, tribunales constitucionales, abogados del Estado, agencias tributarias, presidentes de Congreso, golpistas, terroristas, bufones y hasta a pajes revoltosos? ¿No es sobrehumano actuar con la ecuánime ira de un dios, juzgando a los allegados y familias de otros que se aventuran inconscientemente a contradecirlo o a refutarlo, promoviendo su aniquilación? ¿No es un verdadero dios el que dicta la moral pública, el que señala nuestras faltas, el que determina quién es virtuoso o malvado, el que administra las plagas y los confinamientos, el que nos


conduce a través del desierto de la transición al paraíso de la confederación, sosteniéndonos con el maná de las subvenciones y las dádivas con discrecionalidad salvífica? Pero, sobre todo, por si alguien todavía dudara, ¿no es absolutamente demiúrgico conceder la autodeterminación de género?


No, no es posible ver humanidad en un dios, sería inexcusable, un contradiós; salvo que no lo fuera, que solo lo hubiera fingido, que fuera un farsante, claro está, en cuyo caso no cabrían conmiseración ni clemencia, porque, entonces, desmayados como la flor, descubriríamos que lo que considerábamos gracia divina no era sino imposición, sometimiento, represión y humillación; y suplantar a un dios no tiene perdón.

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